Salvados por la Cruz

Dice San Pablo: “Me alegro de mis tribulaciones por vosotros y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en su Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). Recordemos el Evangelio: después de que Pedro dijo en nombre de todos “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”, Jesús empezó a decir abiertamente a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y sufrir mucho y ser muerto y resucitar al tercer día. Fué entonces cuando Pedro lo llevó aparte y empezó a decirle: «No quiera Dios, Señor, que eso suceda». Pero El, volviendose, dijo a Pedro: ¡Apártate de mí, satanás! ¡Tú me sirves de escándalo, porque no piensas como Dios, sino como los hombres!. ¡Qué diferente resulta la Cruz, si se mira con ojos humanos o con ojos divinos!   

Pedro quería salvar a Jesús de la cruz, mientras que Jesús quería salvar a Pedro y a todos nosotros por medio de la cruz. Para Pedro y para todos nosotros, si no pensamos según Dios sino según el mundo, la cruz representa la suma de todos los males, el máximo sufrimiento, la muerte.

Sentimos la aversión al sufrimiento, porque no es de la naturaleza humana. “Dios no ha creado la muerte y no se alegra de la ruina de los vivientes, porque El ha creado todo para la existencia” (Sab 1,13-14), “Dios ha creado al hombre para la inmortalidad, lo hizo a imagen de su propia naturaleza. Pero por envidia del demonio entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen” (Sab 2,23-24). Por el hecho de que Dios nos ama, ha aceptado el riesgo de no ser correspondido y así el amor da espacio al dolor. En la medida que se ama se sufre. Y puesto que el hombre ha pecado, es inevitable encontrar el sufrimiento. Por eso Jesús le dice a Luisa:

“Hija mía, la cruz es un fruto espinoso, que por fuera es molesto y punzante, pero quitando las espinas y la corteza, se encuentra un fruto precioso y gustoso, y sólo quien tiene la paciencia de soportar las molestias de las espinas, puede llegar a descubrir el secreto de la preciosidad y el sabor de ese fruto; y sólo quien ha llegado a descubrir ese secreto, lo mira con amor y con avidez lo va buscando, sin preocuparse de las espinas, mientras que todos los demás lo miran con desprecio y lo rechazan” (Vol. 7°, 9-5-1907)

Por eso el Señor dijo a sus discípulos: “El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz  de cada día y me siga” (Lc 9,23). “Tome su cruz de cada día”: ¡quién sabe qué cara habrán puesto los que le escuchaban! Todos sabían lo que era la cruz, el instrumento más cruel e infame con el que los romanos ajusticiaban a los condenados. ¿Qué habrán pensado? ¿Qué pensamos nosotros?

Nosotros pensamos a cuánto habrá sufrido Jesús en su Pasión, y así pensamos a todo lo que es una situación dolorosa… ¿Pero cómo lo ve Jesús? Y luego, “tomarla cada día”. El Señor la ha tomado desde el primer día, desde que se encarnó. Es verdad, desde entonces empezó su Pasión, la Redención. Por tanto, la cruz no es sólo  una cosa hecha con dos troncos o dos vigas… ¿Cómo se puede explicar?

Sin duda, la cruz está formada por dos maderos contrapuestos, cruzados. El pensamiento va a aquellos dos misteriosos árboles que estaban en medio del paraíso terrenal, “el árbol de la vida” y el “del conocimiento del bien y del mal”, del cual el hombre no debía comer. Representan, el primero la Voluntad de Dios y el segundo la voluntad del hombre. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, tiene una Voluntad Divina (la Voluntad del Padre) y una voluntad humana, perfectamente unidas, identificadas en un solo Querer Divino-humano. Cuando la voluntad humana y la Divina se oponen, una forma la cruz de la otra.

Jesús santificó la cruz, no al contrario; por eso no es la cruz la que santifica, sino la conformidad con la Voluntad de Dios, la cual forma así la verdadera y completa crucifixión (Vol. 11°, 18-11-1913). Si desde el primer momento de su vida ha sufrido la Pasión es porque nos llevaba en El a todos nosotros, a la entera humanidad, y con ella a todos los pecados del mundo. Ha encontrado por eso contrapuestas las dos voluntades, en forma de cruz y de recíproco dolor. Pero para El, la Cruz en la que desde la Encarnación se ha recostado y ha vivido en plácido abandono son los brazos del Padre, infinitamente bueno y amado. Esa es la Cruz que no da muerte, sino Vida, que no hemos de llevar nosotros arrastrandola, sino dejarnos llevar en brazos por Ella, que nos vacía de nosotros mismos y nos llena de El, para que ese vacío de bien y de vida, que es el sufrir, sucesivamente pueda ser llenado precisamente del Bien y de la Vida de Jesús.

No hay nadie que no haya de pasar a través del sufrimiento, ¿pero hacia dónde? La méta, el fruto de la Cruz depende de lo que cada uno quiere, y aquí interviene la Fe. En el Calvario había tres cruces, y las tres de dolor. Además de la Cruz de Cristo, que por amor nos redime y nos salva, estaba la del “buen ladrón”, que es la del arrepentimiento y de la fe en El, que lleva a la salvación y a la Vida, y una tercera cruz, la del otro ladrón, que muere en su desesperación y que de nada le sirve.  Todos estabamos ahí, en una de las tres.  Por eso ‒dice Jesús‒

“la Cruz dispone al alma a la paciencia. La Cruz abre el Cielo y une Cielo y tierra, o sea, a Dios y al alma. La virtud de la Cruz es potente y, cuando entra en un alma, no sólo tiene el poder de quitar la herrumbre de todas las cosas terrenas, sino que le da el aburrimiento, el fastidio, el desprecio de las cosas de la tierra,  mientras que le da de nuevo el sabor, el gusto de las cosas del Cielo, pero pocos reconocen el poder de la Cruz y por eso la desprecian” (Vol. 2°, 16-5-1899). “La Cruz es la que revela Dios al alma y hace conocer si el alma es de verdad de Dios. Se puede decir que la Cruz descubre todo lo más íntimo del alma y revela a Dios y a los hombres quien es ella” (Vol. 4°, 8-3-1901)

No debemos extrañarnos o escandalizarnos de los sufrimientos y pruebas del momento presente, porque, como dice San Pablo, “el momentáneo, ligero peso de nuestra tribulación, nos prepara una gloria sin medida y eterna, porque no ponemos la mirada en las cosas visibles, sino en las invisibles. Las cosas visibles son de un momento, las invisibles son eternas” (2a Cor 4,17-18). A los misterios gloriosos se llega sólo después de los dolorosos.       “Es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios, decían los Apóstoles, animando a los discípulos y exortandoles a perseverar firmes en la fe” (Hechos, 14,22).

San Pablo ha hablado “de los padecimientos de Cristo en su Cuerpo que es la Iglesia”, porque ella debe reproducir o vivir en su conjunto y en su historia toda la vida personal histórica de Jesucristo. Y así hemos llegado al tiempo de su Pasión. Lo vemos anunciado proféticamente en el primer capítulo del 3° Volumen de Luisa:

«Encontrandome en mi habitual estado, me he hallado fuera de mí misma, en una iglesia en la que un sacerdote celebraba el divino Sacrificio, y mientras celebraba lloraba amargamente y decía: “¡La columna de mi Iglesia no tiene en qué apoyarse!” Al decir eso he visto una columna, cuya cima tocaba el cielo, y debajo de esa columna había sacerdotes, obispos, cardenales y todos los demás dignatarios que sostenían dicha columna; pero, con sorpresa, al mirar he visto que de esas personas, uno era muy débil, otro medio marchito, otro enfermo, otro lleno de fango; poquísimos eran los que estaban en condiciones de sostenerla, de manera que esa pobre columna, por tantas sacudidas que recibía desde abajo, vacilaba sin poder estar firme. En lo alto de esa columna estaba el Santo Padre, que con cadenas de oro y con los rayos que mandaba de toda su persona, hacía todo lo posible por sostenerla, por sujetar e iluminar a las personas que estaban debajo, si bien alguna se le escapara para poder marchitarse y enfangarse más cómodamente, y no sólo, sino para sujetar e iluminar todo el mundo.

Mientras veía eso, el sacerdote que celebraba la Misa (tengo duda de si era un sacerdote o bien Nuestro Señor, pero por su habla era Jesús; no lo sé decir seguro), me ha llamado a su lado y me ha dicho: “Hija mía, ves en qué estado deplorable se halla mi Iglesia: las mismas personas que deberían sostenerla fallan y con sus obras la derriban, la golpean y llegan a denigrarla. El único remedio es que haga derramar tanta sangre, que forme un baño para poder lavar ese fango podrido y sanar sus llagas profundas, para que sanadas, reforzadas, embellecidas por esa sangre, puedan ser instrumentos capaces de mantenerla estable y firme” (…)

Después de eso, he visto la sangrienta matanza que se hacía de esas personas que estaban debajo de la columna. ¡Qué horrible catástrofe! ¡Escasísimo era el número de los que no eran víctimas! Llegaban a tanto atrevimiento, que intentaban matar al Santo Padre [y lo hemos visto]. Pero luego parecía que esa sangre derramada, esas ensangrentadas víctimas destrozadas eran medios para hacer fuertes a los que quedaban, de modo que sostuvieran la columna, sin dejar que vacilara más. ¡Oh, qué días felices! Después de eso venían días de triunfo y de paz; la faz de la tierra se veía renovada, la columna recibía su primitivo lustro y esplendor. ¡Oh días felices, desde lejos yo os saludo, que tanta gloria daréis a mi Iglesia y tanto honor a ese Dios que es su Cabeza!»

Concluyamos con este otro capítulo del 4° Volumen (2-9-1901):

«Esta mañana mi adorable Jesús se mostraba unido al Santo Padre y parecía decirle: “Las cosas sufridas hasta ahora no son más que todo lo que Yo pasé desde el principio de mi Pasión hasta que fui condenado a muerte. Hijo mío, no te queda más que llevar la cruz al Calvario”. Y mientras decía eso, parecía que el bendito Señor tomase la cruz y la pusiera sobre el hombro del Santo Padre, ayudandole El mismo a llevarla.

Ahora bien, mientras hacía eso, ha añadido: “Mi Iglesia parece que esté como moribunda, en particular en su aspecto social, y con ansia esperan el grito de muerte. Pero ánimo, hijo mío; después de que hayas llegado al monte, cuando la cruz será levantada, todos se sacudirán y la Iglesia dejará el aspecto de moribunda y   adquirirá de nuevo su pleno vigor. Sólo la cruz será el medio, y así como sólo la cruz fue el único medio para llenar el vacío que el pecado había creado y para colmar el abismo de distancia infinita que había entre Dios y el hombre, así en estos tiempos sólo la cruz hará que mi Iglesia levante con valor la frente resplandeciente, para confundir y poner en fuga a los enemigos”.

Añado (para que el que pueda entender que entienda) que este texto recuerda de un modo extraordinario “la visión” profética y simbólica publicada del “Secreto de Fátima”. El que pueda, que lo lea y compare… y comprenda a qué “Santo Padre” se refiere.

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