Los sufrimientos del momento presente

“Los sufrimientos del momento presente no se pueden comparar con la gloria futura que será revelada en nosotros”, nos dice San Pablo (Rom. 8,18). Y dice: “Me alegro de los padecimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en su Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). Sólamente a la luz de la Fe y contemplando todo el dolor de Jesús, consecuencia de su infinito Amor, podemos empezar a comprender qué sentido tiene el sufrir, de dónde viene, para qué sirve, cómo debemos tratarlo y qué hemos de hacer cuando llega a nuestra vida como una tempestad y no podemos evitarlo.

Nuestra emotividad debe ceder el puesto a la Fe. Nos preguntábamos la vez pasada: ¿por qué el dolor, especialmente el de los inocentes? ¿Por qué las enfermedades? ¿Por qué las calamidades naturales? ¿Por qué la violencia, los abusos, las injusticias, el hambre en el mundo, las guerras? ¡Cuántas cosas espantosas! ¿Y el sentirnos abandonados, las desilusiones, las angustias, los miedos? ¿Pero cómo es posible? ¿De dónde vienen? La fuente del bien y del mal ‒ “el árbol del conocimiento del bien y del mal” ‒ está en nosotros, del corazón sale todo lo que mancha al hombre y le hace sufrir (Mt 15,19).

Dios no quiere el mal, el sufrir, es lógico, pero lo permite en la medida que sirve, si no, no lo permitiría. Y eso es en vista del fruto positivo, importante, necesario, que debe producir. En esta vida no nos pide que lo entendamos, sino que le digamos que sí y con plena confianza y abandono creamos en su Amor.

Es paradójico constatar come la vida es un continuo morir, un tenernos que desprendernos por fuerza de tantas cosas, de las criaturas, de personas…, de nosotros mismos, mientras que la muerte (el final de esta vida) es para entrar en la verdadera Vida. “El que quiera salvar su propria vida la perderá, pero el que la pierda la salvará” (Lc 17,33). Perderla ante todo de vista, porque si no, cuando llega la tribulación se empieza a hundir en un agujero negro cada vez más profundo y resbaloso, obsesivo, paranoico: el propio “yo”. Es necesario mirar siempre a lo alto, mirar al Señor, lo repito: “decirle que sí y con plena confianza y abandono creer en su Amor” ¡Eso es lo que hay que hacer!

Pero en este momento las pruebas de todo tipo y las tribulaciones parece que aumentan sin medida, porque nunca se ha pecado como ahora y crece la locura del rechazo y de la rebelión contrao Dios. Por eso el Señor ha dicho: “como relámpago fulgura desde un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su día. Pero antes ha de padecer muchos y ser reprobado por esta generación. Como sucedió en los días de Noé, así será en los días del Hijo del hombre: comían y bebían, tomaban mujer los hombres y las mujeres marido, hasta el día en que Noé entró en el arca y vino el diluvio y los hizo perecer a todos. Lo mismo en los días de Lot: comían y bebían, compraban y vendían, plantaban y construían; pero el día en que Lot salió de Sodoma llovió del cielo fuego y azufre que los hizo perecer a todos. Así será el día en que el Hijo del hombre si revele” (Lc 17,24-30). “Así será”: es tajante el Señor. Y el tempo en que vivimos es peor que el del Diluvio, peor que Sodoma y Gomorra. El nivel del pecado hace crecer el nivel de los sufrimientos. Estamos entrando en el tiempo de la “gran tribulación” anunciada por el Apocalipsis, “porque el diablo se ha precipitado sobre la tierra y el mar lleno de gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo” (Apoc. 12,12).

Las calumnias, los contrastes y las tribulaciones sirven para liberar al hombre de sus apegos, de sus ídolos, para abrirle los ojos y hacerle que vuelva a Dios, al fin para el que fue creado. Y Luisa escribe:

«Encontrandome en mi habitual estado, me sentía toda oprimida y con temor de persecuciones, contrastes, calumnias, y no sólo yo, que de mí no me preocupo porque soy una pobre criatura que no vale nada, sino el Confesor con otros sacerdotes. Y me sentía oprimido el corazón por ese peso, sin poder hallar paz.

Entonces ha venido mi adorable Jesús, diciendome: “Hija mía, ¿por qué estás turbada e inquieta perdiendo el tiempo? Para tus cosas no pasa nada, y luego todo es providencia divina, que permite las calumnias, las persecuciones, los contrastes, para justificar al hombre y hacerle volver a la unión con el Creador, él solo, sin apoyos humanos, como salió al ser creado. Y es que al hombre, por más que sea bueno y santo, siempre le queda alguna cosa de espíritu humano en su interior; como también en su exterior no es perfectamente libre, siempre tiene algo de humano en lo que espera, confía y se apoya y de lo que quiere recibir estima y respeto. Déja que venga un poco el viento de las calumnias, persecuciones y contrastes: oh, qué granizada destructora recibe el espíritu humano, porque el hombre, viendose combatido, mal visto, despreciado por las criaturas, ya no encuentra satisfacción entre ellas; más aún, le faltan todas juntas: ayudas, apoyos, confianza y estima, y si antes iba en búsqueda de esas cosas, después él mismo las evita, porque donde quiera que mire no halla más que amarguras y espinas. Por tanto, reducido a ese estado se queda solo, y el hombre no puede estar, ni ha sido creado para estar solo. ¿Qué hará el pobrecillo? Se dirigirá del todo, sin la mínima duda, a su centro, a Dios. Dios se dará todo a él y el hombre se dará todo a Dios, aplicando su inteligencia a conocerlo, su memoria a recordarse de Dios y de sus beneficios, y su voluntad a amarlo. Así, hija mía, estará justificado, santificado y rehecho en su alma su el fin para el que fue creado. Y aunque luego tenga que tratar con las criaturas y le ofrezcan ayudas, apoyos, estima, lo recibirá con indiferencia, conociendo por experiencia lo que soo; y si se sirve, lo hace sólo cuando ve en ello el honor y la gloria de Dios, quedando siempre sólo Dios y él”.» (Vol. 4°, 26.12.1902)

“Hija mía, la naturaleza es llevada por una fuerza irresistible a la felicidad, pero con razón, porque ha sido hecha para ser felíz, con una felicidad divina y eterna. Pero con gran daño suyo se va apegando, uno a un gusto, otro a dos, otro a tres y otro a cuatro, y el resto de su naturaleza queda vacío y sin gusto, o bien amargada, molesta y disgustada, porque los gustos humanos y también los gustos santos, pero meclados con un poco de humano, no tienen la fuerza de absorber a toda la naturaleza y llenarla toda de gusto. Y más que Yo voy amargando esos gustos para poder darle todos mis gustos, que siendo innumerables, tienen la fuerza de absorber toda la naturaleza en el gusto. ¿Puede haber amor más grande, que para darle lo más le quito lo poco y para darle el todo le quito el nada? Y sin embargo este modo mío de obrar las criaturas lo toman a mal”   (Vol. 11°, 20.04.1912)

Por consiguiente, el dolor no sirve sólo para purificarnos, para liberarnos, sino para hacer que crezcamos en el verdadero Amor, en la unión con el Señor. Y aquí se ve una segunda paradoja: que con Jesús y con su Amor, el dolor produce la alegría, como dice San Pablo: “Sobreabundo de alegría en nuestras tribulaciones” (2a Cor. 7,4). Porque la unión con el Señor cubre todo y colma todo deseo de felicidad. “Tanto es el bien que yo espero, que toda pena es consuelo”, decía San Francisco de Asís.

Y San Pedro: “Carísimos, no os extrañe el incendio de persecución que se ha encendido entre vosotros para vuestra prueba, como si fuera una cosa extraordinaria, sino que en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, alegraos para que también en la revelación de su gloria podáis alegraros y exultéis. Bienaventurados vosotros, si por el nombre de Cristo sois ultrajados, porque el Espíritu de la gloria, el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros. Que ninguno tenga que sufrir por homicida, por ladrón, por malhechor o por delator, pero si sufre como cristiano, no se avergüence, sino glorifique a Dios por este nombre” (1a Pe 4,12-16).

Recordemos tantas luces que el Señor nos ha ofrecido en estos encuentros: “Mi sufrimiento es llavecita de oro: pequeña, sí, pero me abre un gran tesoro. Es cruz mía, pero es cruz del Señor: si la abrazo siento sólo su Amor.…” Y entonces nuestro sufrir, que a veces puede parecer algo insuperable, que ya no podemos más, en realidad es como una gota de agua… de ese mar que Jesús lleva en su Corazón. Y mientras llenos de angustia le pedimos ayuda, El es el que, llevando nuestra cruz (la Suya está formada por todas nuestras cruces), nos mira y nos pide como a Luisa “¡Ayúdame!”, como cuando ella a los trece años lo vió así por primera vez. 

Y ella escribe (vol. 6°, 2.10.1906): “Habiendo recibido la Comunión, me he sentido afuera de mí misma y veía una persona muy oprimida por varias cruces, y Jesús bendito me ha dicho: “Díle que en el momento en que se siente como herida por persecuciones, por ataques, por sufrimientos, piense que Yo estoy presente y que lo que ella sufre puede servir para aliviar y curar mis llagas; así que sus sufrimientos me servirán para curar una vez mi costado, otra vez mi cabeza y otra vez mis manos y mis pies demasiado doloridos y heridos por las graves ofensas que me hacen las criaturas. Eso es un gran honor que le hago, dándole Yo mismo la medicina para curar mis llagas y a la vez el mérito de la caridad de haberme curado”.

Mientras decía eso, veía a muchas almas del Purgatorio, las cuales, oyendo eso, llenas de asombro han dicho: “¡Que suerte la vuestra, que recibís tantas sublimes enseñanzas, que adquirís el mérito de curar a un Dios, un mérito que supera a todos los demás méritos, y vuestra gloria será distinta de la de los demás, cuanto el cielo es distinto de la tierra! ¡Oh, si hubieramos recibido nosotros tales enseñanzas, que nuestros sufrimientos podían servir para curar a un Dios, cuánta riqueza de méritos habríamos obtenido, que ahora no tenemos!”

Por tanto, nuestros sufrimientos no son tan sólo medicina, purificación y liberación para nosotros, sino posibilidad de dar alivio y consuelo a Jesús. Cuántas veces la Stma. Virgen ha pedido ayuda para sostener el brazo de su Hijo, el brazo de la Justicia, que se ha hecho muy pesado. Si no hay quien se lo sostenga todavía, caerá con un tremendo castigo y para tantos será la condenación eterna. Eso es, nada menos, lo que está en juego: la salvación o la condenación eterna, y sólo así tiene sentido la Redención y nuestro sufrir, porque todos estamos profundamente conectados, como vasos comunicantes. Es una cuestión de equilibrio entre la Misericordia y la Justicia.

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