“A su Imagen y Semejanza” en el Querer Divino

El Don más grande que Dios puede darnos es su Querer Divino, que sea para su criatura lo que es para El, que el Corazón del Padre sea el Corazón de sus hijos. Eso es lo que Jesús nos ha enseñado a pedir en el Padrenuestro, y cada vez que lo decimos El lo pide con nosotros: “Venga tu Reino, que se haga tu Voluntad en la tierra y viva y reine en nosotros, como  es la vida en el Cielo”.

Cuando uno ha comprendido que el Don que el Señor nos ofrece es su Querer, el palpitar de su Corazón para que sea nuestra vida, y lo queremos y lo acogemos, entonces no hay acto o instante de vida que no sea vivificado por el Querer de la Stma. Trinidad. En ese pequeño acto humano se hace presente y vivo también el Acto Eterno y Divino. La finalidad de cada acto humano que Dios crea y nos concede es contener su Acto Divino, convertirse en el Acto Divino.

¿Pero por cuál motivo Dios quiere darnos el Don supremo de su Voluntad? Es por lo que su Amor ha querido hacer de nosotros: ¡su Imagen viva!

El Señor nos dice: “no os inquietéis por vuestra vida por lo que comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis; ¿no vale la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad como las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? (Mt 6,25-26). ¿Cuánto vale la vida de un hombre? Para quien no tiene la luz de Dios, la vida no vale nada. ¡Pero Dios nos ha valuado cuanto se valúa El mismo! No sólo nos ha dado vida creandonos, sino que después ha dado la Vida por nosotros al redimirnos, y ahora ha llegado el tiempo en que nos la quiere dar para que sea nuestra Vida.

Sin embargo, no basta que El nos la dé, hace falta que también nosotros le demos la nuestra. Quien da quiere encontrar quien reciba. No basta que Dios nos ofrezca el Don de su Querer, hace falta que nosotros lo acojamos. No basta que El lo quiera, es necesario que también nosotros lo queramos. “Fiat!”, ha dicho Dios y “Fiat!” hemos de decir nosotros. ¡Que nuestra voluntad sea una con la Suya, que se identifiquen en un solo Querer, Divino, Omnipotente, Eterno! Un puente debe tocar las dos orillas, sólidamente, para que por él pase un intercambio de cosas maravillosas, de comunión y de Vida.

Y mientras no neguemos lo que le hemos dicho ‒“¡Señor, quiero tu Voluntad!”‒Dios da fe a nuestra palabra, mientras no la desmintamos con querer algo que El no quiere. Nosotros nos podemos distraer, pero El no se distrae. Al principio, por nuestra debilidad, tantas veces puede ser que se tenga el Don recibido sin usarlo, porque todavía apenas se conoce, pero entre tanto no es que se haya perdido. Se pierde cuando uno se sale de la Divina Voluntad, cuando hace algo que significa ‘querer salir’. Sin embargo, tener el Don del Divino Querer, conociendolo apenas, y tenerlo inutilizado es una pena.  

Por eso tantas veces el Señor le dice a Luisa a partir de la mitad del  volumen 12°: “¡Sé atenta!”, es decir: tienes una cosa preciosísima en las manos. “¡Si tú supieras –le dice‒ lo que significa perder un instante eterno!”, o sea ‘perderlo’ en el sentido de no hacerlo fructificar.

Por tanto, si hemos comprendido que el Don que nos ofrece el Señor (el palpitar de su Corazón) es para que sea nuestra vida, y si también nosotros lo queremos y lo recibimos, entonces no hay acto o instante de vida que no contenga el Querer mismo de la Stma. Trinidad, el cual se hace presente y vivo en ese pequeño acto humano. Si la Voluntad Divina se hace protagonista y vida de cada cosa que hacemos, cada instante, cada momento contiene el Acto Eterno de Dios, Acto único, infinito, que comprende y da vida a TODO y en el que TODO está presente.  

Estamos hablando del Acto único de Dios, mientras que nosotros, criaturas, hacemos tantos actos porque somos limitados y no podemos agotar todas las posibilidades de una sola vez. Eso explica el misterio del tiempo, que es pasar de la posibilidad de hacer algo a realizarla; esa realización es en un momento sucesivo    y ahí es donde está el antes y el después.

Ese Acto único suyo Dios lo ha manifestado con una palabra “Fiat!”, “¡Hágase!”. Un Acto que no tiene principio ni fin, que está por encima del tiempo, que contiene todo; un Acto eternamente presente, sin pasado ni futuro: en la gran Realidad objetiva todo está presente ante Dios.

Para comprender mejor el misterio de la relación entre el tiempo y la Eternidad, imaginemos que estamos en la puerta de casa y pasa un desfile o una procesión; según el reloj, la primera persona que vemos pasa cuando son las doce y la última a las tres de la tarde; el desfile ha durado tres horas y ahí está el tiempo. Pero si subimos a la terraza de la casa o al último piso de un rascacielos, desde que se empieza a ver al primero hasta que vemos al último, pasan sólo 20 minutos: o sea, que el tiempo se ha reducido. Pero si miramos desde un avión vemos el desfile entero, desde el primero hasta el último, con una sola mirada, sin diferencia de tiempo.

Así es como Dios nos ve, como ve a todas las criaturas, toda la Creación: lo ve tutto con una sola mirada, desde el principio de la Creación hasta el fin del mundo y después; ve toda nuestra eternidad. Nosotros, por ser criaturas, siempre pasaremos de poder hacer al haber hecho, por tanto en un tiempo sin límites (los siglos de los siglos); mientras que Dios es Eterno, es “el que ES”, sin ningún “antes” ni “después”, porque todo le está presente y no falta ni puede faltar nada. Desde luego Dios, para nosotros, como todas sus cosas, resulta infinitamente grande, por encima de nuestra capacidad de comprensión y de imaginación, pero lo que hemos dicho es hasta donde puede llegar nuestra inteligencia.

Dicho lo cual, Dios nos ofrece poder tomar parte en su Acto Unico, Infinito, Divino y Eterno, identificando con él cada nuestro pequeño acto de existencia, y nos invita a asistir y a compartir todo lo que su Querer contiene, uniendonos a Dios, desde el principio de su obra hasta el fin del mundo, en cada cosa hecha por El en la Creación, en todo lo que Jesucristo y su Madre han hecho en la Redención y en cada cosa que el Espíritu Santo hace en la obra de la Santificación de las almas, en la Iglesia.

Con su Don, por tanto, el Señor nos da esta posibilidad, como es tener ‒por ejemplo‒ una ordenadora o computadora con la cual podemos conectarnos con la central, en la que todo está presente y que contiene todo. En un instante, a la velocidad de la luz, con el lenguaje típico de las computadoras, conectando la mía a la del Señor, me conecto con todos ustedes y ustedes se conectan conmigo. Y no sólo, sino que me conecto también con Adán y Eva antes y después del pecado, y con el último hombre que ha de venir al mundo, que aún no existe según el tiempo, pero que en el Acto eterno de Dios para El ya está presente.

Es un gran misterio para nosotros y pienso que tendrémos una gran sorpresa, cuando en el Cielo descubramos que estamos con Jesús “desde el principio”, como El dijo a los Apóstoles en la última Cena: “Cuando venga    el Espíritu Santo, El dará testimonio de Mí y también vosotros lo daréis, porque estáis conmigo desde el Principio”.

¿Desde el principio de qué cosa? ¿De su vida pública? No sólo, sino desde mucho más atrás, o desde mucho más arriba: desde aquel principio eterno que es el Acto Unico de Dios, en el que Dios ha querido la Encarnación del Verbo y ha decretado la existencia de todos nosotros con Jesús, no como seres posibles, sino como seres realizados y concretos, porque a Dios le basta quererlo para hacerlo.

Nosotros hemos entrado en el tiempo en el momento en que fuimos concebidos. Nuestro cuerpo fue concebido, pero ¿quién puede decir cuándo ha sido creada nuestra alma inmortal, espiritual? No en el tiempo ‒puedo pensar‒, sino fuera del tiempo; no en una preexistencia de almas (que no existe), sino en un Acto que es por encima del tiempo, en ese Acto único, eterno de Dios, en el que decretò ante todo la Encarnación del Hijo de Dios, por consiguiente quiso a su Madre Stma. y, de forma secundaria respecto a Jesús y a María,    nos ha querido a todos nosotros: a cada uno de nosotros con nuestras características, con nuestra cara de niño, de jóven, de adulto, de anciano, con todas las circunstancias de nuestra vida, con nuestro temperamento, con nuestra fisiología y hasta con nuestra física y química. “Hasta los cabellos todos de nuestra cabeza están numerados” (Mt 10,30). Dios sostiene incluso los átomos de cada uno de nosotros… ¿Pero nos damos cuenta!? ¡Y eso lo ha establecido eternamente su Amor!

En el Cielo, nosotros que somos nada por nosotros mismos, verémos a la luz de Dios lo que somos, qué maravilla Dios ha hecho de cada uno de nosotros, qué obra maestra única según el modelo de Sí mismo, a Su imagen. Nos ha creado como pequeños espejos en los que quiere verse El mismo, su propia Imagen, que reflejen su Rostro, su Rostro de luz, infinitamente bello, santo y majestuoso; es decir, nos ha creado para que seamos espejitos en los que el Sol divino pueda crearse a Sí mismo. 

Si el sol se retirase, el espejito se quedaría en tinieblas, sin nada. Un espejo por sí mismo no da luz, pero si se deja invadir por ella, entonces el sol se reproduce, “se encarna” en él. Así nosotros: somos como espejos, vacíos por nosotros mismos, pero cuando nos dejamos llenar de Dios, ¡qué maravilla!

Nosotros somos, por decirlo así, el marco del cuadro: el cuadro es el que da valor al marco, no al contrario, y así somos también nosotros. Por eso el Señor nos invita a que vivamos, momento por momento, mirandole a El. Si comprendemos lo que nos está ofreciendo, o sea, su Querer para que sea  en nosotros nuestra vida, y por tanto lo queremos y lo acogemos con deseo sincero, quitando el obstáculo de nuestra voluntad, entonces no hay acto o instante de vida que no sea vivificado por el Querer de la Stma. Trinidad y que no esté presente y vivo en el Acto eterno y divino de Dios. Y siendo vida, en nosotros debe crecer. Por eso el Señor ha dicho: “Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto”.

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