Uno en todos y todos en Uno
Todos formamos parte de una sola Creación, por lo cual estamos vinculados de mil formas con el Creador y con todas las criaturas, con el Padre Divino y con nuestro prójimo: como vasos comunicantes, ya dijimos. Por eso, “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primero de los mandamientos. Y el segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 37-40).
El amor debe tener dos dimensiones: hacia Dios y hacia el prójimo. Creandonos a Su imagen, Dios nos ha dado una dimensión personal, única, vertical, y una dimensión social, comunitaria, horizontal.
Por la primera, somos responsables ante Dios de nuestra conducta y nuestra vida, con El somos “co-creadores” de nosotros mismos. Esta dimensión personal nos hace ser cada uno de nosotros único e irrepetible ante Dios. Se desarrolla en la relación entre la Gracia divina y la correspondencia humana: de Dios parte la iniciativa en cada cosa (primero El nos ha amado), mientras que la respuesta fiel depende de nosotros.
Esta dimensión es evidente: si yo como no es otro el que hace la digestión. Cada uno ha venido al mundo como si fuera el único, él solo, y se irá él solo. Y si tuviera a su alrededor a quinientos amigos que le quieren mucho, nada podrán añadirle ni quitarle, nada podrán hacer por él. Cada uno de nosotros es único y solo ante Dios, al cual solamente pertenece.
La segunda dimensión es igualmente evidente: Dios ha dispuesto que su Providencia, su Sabiduría y su Amor a nosotros pase a través de tantas criaturas, en primer lugar nuestros padres, por medio de los cuales nos ha traido al mundo, y que nuestra vida y nuestra conducta ‒nuestra respuesta‒ repercuta en tantas otras criaturas. Dios ha querido que dependamos de tantos y que tantos dependan de nosotros.
Ambas dimensiones corresponden a dos fuerzas que integran todo en el Universo creado: la fuerza centrípeta y la fuerza centrífuga. Juntas forman la señal de la cruz: vertical la primera, horizontal la segunda. Y deben estar en equilibrio, no debe prevalecer una sobre la otra para no crear desorden y dolor. En la sociedad, el prevalecer la primera lleva a ese individualismo egocéntrico y egoista del liberalismo capitalista; el prevalecer la segunda ha producido el socialismo y el comunismo que anula a la persona y la reduce a un número.
“Un solo Cuerpo, un solo Espíritu, como una sola es la esperanza a la cual habéis sido llamados, la de vuestra vocación; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios Padre de todos, que está por encima de todos, obra por medio de todos y está presente en todos” (Ef 4,4-6). “Como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y los miembros no tienen todos la misma función, así también nosotros, aun siendo muchos, somos un solo Cuerpo en Cristo y cada uno por su parte somos miembros los unos de los otros. Tenemos por tanto dones diferentes, conforme a la gracia dada a cada uno de nosotros” (Rom 12,4-6).
Dios es Uno solo y a la vez es Tres Personas: conforme al modelo de Sí mismo nos ha creado. Jesús ha dicho: “El que me ve a Mí ve al Padre” (Jn 14,9) y como en Dios el Hijo es la Imágen increada y perfecta del Padre, es su Expresión, Luz de Luz, el Concepto perfectísimo que tiene de Sí mismo, y el Hijo es en el seno del Padre un unico Ser con El, de la misma forma, el Padre quiere ver a su Hijo en cada uno de nosotros, como en el Hijo nos ve a todos sus hijos, más aún, en El ve a toda la Creación.
Dios ha querido que cada uno de nosotros sea una imagen suya creada, especial, como un espejito delante del Sol que es El. Ha querido que seamos como espejos los unos para los otros y así Dios, mirandonos, en cada uno de nosotros quiere no sólo verse El mismo, sino a todos sus otros hijos y a todas las criaturas. En nuestra respuesta de amor desea hallar la respuesta de amor de todas sus criaturas. Para eso sirve el “girar” o “pasear” en sus obras. Este misterio se llama “la Comunión de los Santos” y ha de ser la realización de su Reino. Por eso hemos de ser, queremos ser respuesta de amor al Amor de Dios, en nombre de todos y de todas las criaturas, de todo lo Creado, voz de todos y de todas las cosas, adoración, alabanza y bendición, gratitud y amor de todos y en todo. Todos somos canales de comunicación, los unos para los otros, por medio de los cuales Dios quiere hacer circular su Amor y su Vida.
“Uno para todos, todos para uno”, o mejor aún, “uno en todos y todos en uno”. Dios es unidad y todo lo que hace en su Querer, un solo Acto eterno, tiene la unidad en la diversidad, la unidad que es fruto del amor.
Por el contrario, el enemigo de la unidad es el diablo (“aquel que divide”) y todo lo que es discordia, oposición, rivalidad, violencia, demuestra lo suyo, que es la división, fruto del odio. Y tras haber provocado toda clase de divisiones entre los hombres, para que se enfrenten y se destruyan de mil maneras, ahora quiere que formen una unidad a su gusto, en la que toda diversidad desaparezca. Su lema es “solve et coagula”, o sea, disuelve o destruye para luego crear otra clase de unidad, y a ese proyecto lo llama “nuevo orden mundial”, para suplantar a Dios.
Toda esa actividad halla buen juego por la tendencia de los hombres a la rivalidad, a ser siempre hínchas o forofos por alguien o por algo, a formar partidos en oposición entre ellos (“nosotros sí, ellos no”, “nosotros los buenos, ellos los malos”, “nosotros tenemos derecho, ellos no”), y también por la tendencia a seguir a uno que vaya por delante, y todos los demás le siguen, sin tener que esforzarse o que pensar, sin comprometerse, sin hacerse responsables. Es decir, si acción se apoya en el egoismo humano, que es lo contrario del amor.
Decir que “Dios es Amor” es como decir que “Dios es Comunión”: “El Padre y Yo somos una sola cosa” (Jn 10,13) “Creedme: Yo soy en el Padre y el Padre es en Mí” (Jn 14,11) “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío” (Jn 17,10). Por eso las Tres Divinas Personas son inseparables: un solo Ser, una sola Voluntad, una sola Vida. En Ellos está la verdadera “Comunión de los Santos”, en la cual nos llaman a participar, habiendonos creado a imagen de Dios, para vivir a su semejanza, en comunión con El y entre nosotros:
“No pido sólo por estos, sino también por aquellos que por su palabra creerán en Mí, para que todos sean una sola cosa. Como Tú, Padre, eres en Mí y Yo en Tí, que también ellos sean en Nosotros una cosa sola, para que el mundo crea que Tú me has mandado. Y la gloria que Tú me has dado, Yo se la he dado a ellos, para que sean como Nosotros una cosa sola. Yo en ellos y Tú en Mí, para que sean perfectos en la unidad y el mundo sepa que Tú me has mandado y los has amado como me amas a Mí. Padre, quiero que también estos que me has dado estén conmigo donde estoy Yo, para que contemplen mi gloria, la que Tú me has dado; porque me has amado antes de la creación del mundo” (Jn 17,20-24).
Esta dimensión comunitaria del hombre es parte esencial de nuestra vida: todo lo que somos lo recibimos por medio de otros, a partir de la existencia, que Dios nos ha dado por medio de nuestros padres), y todo lo que el hombre hace tiene siempre consecuencias para él y para los demás. Estas múltiples relaciones de interdependencia y de recíproca pertenencia que Dios ha querido establecer con nosotros y entre nosotros, regulan también por entero la obra de la Creación. No es casual que Universo signifique “hacia el Uno”.
Nuestro comportamiento repercute necesariamente en los demás, empezando por el pecado “personal” de Adán: con consecuencias catastróficas para toda su descendencia, toda la humanidad, y también para la entera obra de la Creación. “La Creación misma está esperando con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios; pues ha sido sometida a la caducidad –no por su voluntad, sino por voluntad de aquel que la ha sometido– y espera ser también ella liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues bien sabemos que toda la Creación gime y sufre hasta hoy con dolores de parto” (Rom 8,19-22).
El pecado del hombre ha condicionado incluso la manera de realizarse el eterno Proyecto de Dios:
“¿Quién puede decirte, hija mía, cuánto mal puede hacer una criatura cuando llega a sustraerse a la Voluntad de su Creador? Ves, bastó un acto de separación del primer hombre de nuestra Voluntad Divina, que llegó a cambiar la suerte de las humanas generaciones, y non sólo, sino la misma suerte de nuestra Divina Voluntad (…). Yo debía venir a encontrar al hombre felíz, santo y con la plenitud de los bienes con que lo había creado. Por el contrario, cambió nuestra suerte, porque quiso hacer su voluntad, y estando decretado que Yo debía bajar a la tierra −y cuando la Divinidad decreta no hay quien la cambie−, cambié sólo el modo y el aspecto, y descendí en una condición humildísima, pobre, sin ninguna gloria, en el sufrimiento, llorando y cargado con todas las miserias y penas del hombre. (…) Si el hombre no hubiese pecado, si no se hubiera separado de mi Divina Voluntad, Yo habría venido al mundo, ¿pero sabes cómo? Lleno de majestad, como cuando resucité de la muerte…” (Vol. 25°, 31 Marzo 1929).
El pecado tiene siempre malas consecuencias y repercute en tantas otras criaturas “hasta la tercera y la cuarta generación, para aquellos que me odian –dice el Señor –, mientras que demuestro mi favor hasta mil generaciones, para aquellos que me aman y observan mis mandamientos” (cfr. Exodo 20,5-6).
Lo mismo se puede decir de los pecados “de omisión”, el no hacer la Voluntad de Dios en lo que nos pide que hagamos: por ejemplo, pensemos al vacío que habría habido en la Iglesia, si los Santos hubieran hecho como aquel “jóven rico” del evangelio, si no hubieran correspondido a su vocación. ¡Cuántas almas no se habrían santificado, y no sólo, cuántas se habrían perdido, y cuánta gloria y felicidad de menos habría habido en el Cielo!
Si alguien “contamina el ambiente”, aunque lo demás no lo hayan contaminado, todos sufren el daño, y lo mismo si alguien lo purifica: el beneficio es para todos. Nuestras acciones (hasta las más personales y secretas) tienen siempre consecuencias buenas o malas para nosotros y para muchas otras personas, porque Dios nos ha creado ‒lo repetimos‒ con una dimensión personal y con una dimensión “social”, es decir, dependiendo unos de otros. Por eso, al amor total que le debemos a Dios se une el amor al prójimo, como prueaba del amor a Dios. “Nosotros amamos, porque El nos ha amado primero. Si uno dijera: «Yo amo a Dios», y odiase a su hermano, es un mentiroso. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Ese es el mandamiento que nos ha dado: que el que ama a Dios, ame también a su hermano” (1a Jn 4,19-21).
En cuanto criaturas somos miembros de un mismo cuerpo que es la Creación; en cuanto seres humanos somos miembros de un mismo cuerpo que es la humanidad; y en cuanto hijos de Dios somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Por eso, en estos tres “niveles” –evitemos el equívoco de confundirlos– todo lo que hacemos de bien o de mal tiene consecuencias para todo el cuerpo, así como Dios nos da todo por medio de los demás, tanto en las cosas materiales como en las cosas espirituales (por ejemplo, las gracias que Dios nos da, alguien las ha obtenido para nosotros, así como nosotros debemos obtenerlas para otros).
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