Para ser creíbles, no palabras, sino vida
Decíamos la vez pasada que el árbol de la Vida era la imagen de la Voluntad Divina y el árbol del conocimiento del bien y del mal (de un conocimiento que no es vida) era la imagen de la voluntad humana. En el entusiasmo inicial, debemos estar atentos para no resbalar, llenandonos la boca de palabras que no corresponden a una vida que nos transforme. “No el que dice «Señor, Señor», entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la Voluntad de mi Padre que está en los Cielos” (Mt 7,21) No el que dice “Divina Voluntad, Divina Voluntad, Fiat, Fiat”, sabe lo que dice. Lo sabe quien lo vive y en la medida que lo vive. Hay ahora personas que se hacen maestros de Divina Voluntad, pero antes hace falta ser discípulos. No basta decir: “ya he hecho mi consagración a la Divina Voluntad”, o bien: “ya he leido todos los escritos de Luisa”, para vivir de verdad en la Voluntad Divina. Si no le damos todo el espacio, toda la libertad de hacer en nosotros lo que quiera, no podemos decir que vivimos en Ella.
Es como una persona –lo dice también Luisa– que tiene sus sentidos, la vista, el oido, la lengua, las manos, los pies, el respiro, el palpitar del corazón, pero todas esas cosas no funcionan y no se mueven por propia iniciativa, la criatura es quien las mueve o hace que las mueva la Voluntad Divina. Esta ha de poder mover nuestros ojos, dar vida en nosotros a la palabra, vivir en nuestra respiración… Imaginemos nuestro cuerpo come un vestido que nos cubre y en el que nos hallamos: el vestido no se mueve se nosotros no queremos. Si un sentido o un miembro de nuestro cuerpo se moviera contra nuestra voluntad sería un verdadero problema. Nuestro cuerpo es el vestido de nuestro espíritu, no debe tener vida por su cuenta, sino que debe dejarse mover por nosotros que vivimos en él. Así Dios desea vivir en nosotros, que seamos para El como su morada; por tanto no debemos hacer nada por nuestra cuenta ni con nuestra voluntad, ni siquiera un movimiento, sino todo con la Suya, porque entonces Dios dice: ¿no soy Yo aquí el Rey, no soy Yo el dueño? Esto es un punto esencial. Es necesario este perfecto abandono.
Nos llega la noticia de esta Voluntad Divina como el don de vida que Dios quiere darnos para que sea nuestra vida; es demasiado poco para El que cumplamos fielmente todo lo que nos pide. El desea compartirla con nosotros para que sea en nosotros lo que es en El, la fuente de todo lo que El hace, de todo bien y felicidad.
Este es el anuncio de su Reino. La noticia es señal de que Dios quiere darnosla de verdad, porque quiere que seamos sus hijos; por tanto debemos acogerla, creerla con toda sencillez y darle enseguida nuestra respuesta.
Y luego, ¿qué más hemos de hacer? ¿Qué pasos, cómo avanzar? A medida que conocemos algo lo apreciamos, lo deseamos, lo buscamos, lo hacemos nuestro. Para conocer las verdades maravillosas que el Señor ha querido manifestar sobre esta gran noticia, debemos leer lo que hizo escribir a Luisa, porque en ningún otro libro se encuentran: así lo ha querido. Leyendolas, nuestra mente no piensa en nosotros sino en El, se ocupa de sus cosas, se enamora cada vez más de El. La luz es un don de Dios y también los ojos son don suyo, pero abrirlos o cerrarlos depende de nosotros. Si ante estas primeras noticias la mente se queda fría, indiferente o, peor aún, reacciona cerrandose o rechazandolas, es señal de que hay algún problema grave en la conciencia. Conocerlas depende siempre de lo que nosotros realmente queremos, este es el secreto: ¿qué es lo que de verdad queremos? No importa lo que pasa a nuestro alrededor, si los demás ayudan o crean problemas o dificultades, no importa; lo importante es lo que nosotros de verdad, seriamente queremos, nuestra respuesta personal a Dios.
Para conocer como es de verdad nuestra respuesta personal a Dios, es muy importante preguntarle: “Señor, podrías Tú pedirme algo, que yo no quisiera darte?” Cuando pensamos ésto, descubrimos donde está nuestro verdadero tesoro, porque ahí está nuestro corazón (Mt 6,21); vemos si nuestra voluntad es libre o está atada por alguna cosa. Cuando seriamente, con sinceridad decimos: “Señor, Tú me puedes pedir todo, mis cosas, la salud, las personas queridas, la vida, puedes pedirme cualquier cosa, que yo ya desde ahora te la doy” (…aunque tal vez después no me la pida), entonces el Señor encuentra nuestra puerta abierta para poder entrar, y entonces todo está bien.
El problema no es lo que decimos, sino lo que comprendemos, lo que queremos, eso es lo importante. Nuestra respuesta puede ser con otras palabras, pero siempre ese ha de ser el deseo: “Señor, no se haga mi voluntad, sino la Tuya. Que tu Voluntad sustituya totalmente la mía, que tome el puesto de la mía, que la mía esté como si no estuviera, como muerta, para que Tú puedas realizar tu Vida en mí”.
Para responder al Señor, para consagrarnos a la Divina Voluntad podemos servirnos de pocas o de muchas palabras, pero las oraciones que se dicen, las ceremonias o le cosas externas no son las que deciden por nosotros. La decisión está siempre dentro del alma; comprender y desear, conocer y querer, eso está dentro de nosotros. Lo que sucede fuera de nosotros no tiene importancia, que sean días de sol o días de lluvia, no importa; que todo vaya bien, que todo vaya mal, no importa, lo importante es lo que yo he entendido y lo que quiero, y yo quiero la Voluntad del Señor y no la mía. Esa es la esencia de la consagración. Podemos consagrarnos a la Voluntad Divina con muchas bellas palabras, con las palabras de Luisa, con otras palabras, muchas o pocas; podemos consagrarnos, podemos renovar la consagración diciendole “Señor, entiendo lo que Tú me ofreces, ¡lo quiero!”. Pues bien, eso ya sería una perfecta consagración.
¿Pero cuántas veces hay que hacerla? ¿Una vez al año? No hace daño, pero no hace nada. ¿Una vez al día? Muy bien. ¿Una vez cada tres horas? Mejor aún. ¿Una vez cada cinco minutos? Aún mejor. ¡Una vez cada respiro, cada latido del corazón! Entonces no sirven ni siquiera las palabras, todo consiste en saberlo y quererlo, en la intención y en la atención. Y el Señor nos dice, como dijo a Luisa:
“Mi deseo es absorberte en mi Voluntad y formar (con la tuya) una sola, y hacer de tí un ejemplar perfecto de uniformidad de tu querer con el Mío. Lo cual es el estado más sublime, el prodigio más grande, es el milagro de los milagros que de tí deseo hacer. Hija mía, para llegar a hacer perfectamente uno nuestro querer, el alma debe hacerse invisible (debe perder su forma), debe imitarme (…) Así que el alma debe espiritualizar todo y llegar a hacerse invisible, para poder formar facilmente su voluntad una sola con la Mía, porque lo que es invisible puede ser absorbido en otra cosa. De dos objetos con los que se quiere formar uno solo, es necesario que uno pierda su propia forma, de lo contrario nunca se llegaría a formar un solo ser. ¡Qué fortuna sería la tuya si, destruyendote tú misma hasta hacerte invisible (o sea, invisible a ti misma), recibieras una forma toda divina! Más aún, tú, al quedar absorbida en Mí y Yo en tí, formando un solo ser, tendrías en tí la fuente divina y, puesto que mi Voluntad contiene todo bien posible, tendrías en ti todos los bienes, todos los dones, todas las gracias, y no tendrías que buscarlos en otros sitios, sino en ti misma. Y si las virtudes no tienen límites, estando en mi Voluntad, en la medida que la criatura puede alcanzar, hallará su límite, porque mi Voluntad hace llegar a poseer las virtudes más heroicas y sublimes, que la criatura no puede superar. Es tanta la altura de la perfección del alma deshecha (que se disuelve, que pierde su forma) en mi Querer, que llega a obrar como Dios, y no es de extrañar, porque como ya no vive su voluntad en ella, sino la Voluntad del mismo Dios, cesa todo asombro si viviendo con esta Voluntad posee la potencia, la sabiduría, la santidad y todas las otras virtudes que tiene el mismo Dios. Basta decirte, para que te enamores y colabores cuanto más puedas por tu parte para llegar a tanto, que el alma que llega a vivir sólo de mi Querer es reina de todas las reinas y su trono es tan alto, que llega hasta el trono del Eterno, entra en los secretos de la Augustísima Trinidad y participa en el amor recíproco del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¡Oh, cómo la honran todos los ángeles y los santos, los hombres la admiran y los demonios la temen, viendo en ella el Ser Divino!” (Vol. 3°, 21 de Mayo 1900)
¿Cuál puede ser nuestra respuesta? “Señor, me siento confundido en este Océano de Luz y de Amor que es tu Voluntad, pero no quiero salir de Ella; ¡quiero perseverar en Ella hasta perder mi forma de ser y de vivir para identificarme con la Tuya!”
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