La Eucaristía en el Proyecto de Dios
La Fiesta del “Corpus Christi” es la de la presencia del Señor en la Eucaristía, realmente vivo con su Cuerpo y Sangue, Alma y Divinidad. La Iglesia celebra la fiesta de la Eucaristía tres semanas después de haber celebrado la Ascensión del Señor. Al final de su vida terrena, cuarenta días después de su Resurrección, Jesús “subió al Cielo, está sentado a la derecha del Padre, y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin”. Pero El ha dicho “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos” (Mt 28,20), sabiendo que sin El no podemos hacer nada. Así, en su última Cena, el Señor instituyó la Eucaristía para quedarse con nosotros bajo la apariencia del pan y del vino consagrados, realmente presente y vivo en Ella, con toda su Vida, con el fin de formarla en nosotros, en su Iglesia.
La Iglesia celebra esta Fiesta, para dar público testimonio de fe y de adoración al Señor presente entre nosotros con una solemne procesión. La primera procesión del Corpus la hizo la Stma. Virgen en su Visitación a Isabel, llevando en su seno materno al Verbo Encarnado. La finalidad de la Eucaristía es formar la Presencia y la Vida de Jesús en nosotros, hacer de nuestra vida una Misa, una Comunión y una continua procesión del Corpus, llevandolo como María a todos nuestros hermanos.
El pan de harina de trigo (la hostia) y el vino de uva en el cáliz son la “materia” del Sacramento, que en la Misa se transforman en su verdadero Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. De la pequeña hostia y del vino queda sólo el aspecto material o “accidentes” (color, sabor, forma, etc.), lo que nuestros sentidos perciben. Este milagro es llamado “transustanciación”, porque cambia la sustancia, cuando el Sacerdote –es decir, Jesús por medio del Sacerdote– pronuncia las palabras de la Consagración que El dijo en su última Cena: “Este es mi Cuerpo”, “Este es el cáliz de mi Sangre”. De esa forma Jesús hace presente de un modo sacramental su Vida entera y el Sacrificio que horas más tarde habría consumado en la Cruz, además de su misma Resurrección.
Eso era la Misa, que siempre es una sola, pero que se hace presente cada vez que se celebra –y por eso se dice “memorial”– con el fin de implicar a toda la Iglesia, a cada uno de nosotros, en el misterio de su Amor en el que ofrece al Padre el Sacrificio de Sí mismo en nuestro favor.
Pero la Misa, celebrada por el Señor en su última Cena y realizada a continuación sobre el Calvario, tiene un origen eterno: podemos decir que nació como fruto de la “competición” de Amor entre las Divinas Personas, entre el Padre y el Hijo. Jesús, “llegada su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13,1), lo cual significa que su amor al Padre, inseparable del amor a sus hermanos, llegó al extremo del heroismo, “los amó hasta el fin”. De hecho Dios, después de haber “amado tanto al mundo que le dió su Hijo unigénito, para que el que crea en El no muera, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16), ¿qué más podía dar? Y el Hijo, después de que “se anonadó, tomando la condición de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre, se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,7-8), ¿qué más habría podido hacer para superar aún su mismo Amor? Por eso la Misa, que ha nacido eternamente en el centro del Corazón de Dios, en su Voluntad, llega al infinito, es lo máximo que su Amor ha sido capaz de hacer. Por eso digo que el Hijo de Dios se habría encarnado en todo caso, aunque sólo fuera para “celebrar” la Misa como gesto supremo de su Amor. Y esa respuesta de Amor infinito al Padre no quiere darla El solo, sino junto con todo su Cuerpo Místico, ¡quiere que sea respuesta de todos nosotros!
¡Qué lástima, que casi siempre tantos fieles y también tantos celebrantes la reduzcan a una ceremonia, a un rito litúrgico, a una norma, a una costumbre, a un deber, incluso a una obligación porque faltar a ella es pecado grave! ¿Y dónde está el amor? ¿Y dónde está la vida? ¿Dónde está el Señor? En verdad, como El dijo con tanto dolor: “este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí; en vano Me rinden culto, enseñando doctrinas que son preceptos humanos” (Mt 15,8-9)
Por desgracia nuestra atención y nuestro pensamiento en la Misa no saben ir más allá de la “envoltura” ‒digamos‒, más allá de la ceremonia, de la celebración litúrgica, del rito. Es como tener en cuenta sólo los “accidentes” de la Hostia: la forma, el color, lo que perciben los sentidos, sin pensar en la “sustancia”, o sea, a la Realidad oculta bajo esas cosas accidentales, en la Presencia real y viva de Nuestro Señor y en lo que El hace, a su Vida entera, a su Sacrificio, a su Amor, y al por qué lo hace.
Y atención: ese pedacito de pan, esa pequeña Hostia contiene al Señor, pero NO es El, NO es Dios; lo cubre, pero NO ES, así como un vestido NO es la persona que con él se viste. El Señor no se hace pan, no se hace vino, sino que se hace presente y se oculta en ese pan y vino, que una vez consagrados ya no son pan ni vino; del pan y del vino quedan tan sólo “los accidentes”, es decir, el color, el sabor, la forma, pero la Realidad que cubren es el Señor. Y si esos “accidentes” sacramentales de lo que fue pan o de lo que fue vino se alteran o si dejan de tener su finalidad o no pueden ya cumplirla, el Señor se retira, cesa su Presencia Eucarística. Eso es lo que pasa después de recibir la Comunión, al cabo de unos 10 o 15 minutos, cuando de esa Hostia no queda nada, absorbida por el organismo. ¡Qué maravilla de su Amor! Una transfusión de sangre o el trasplante de un órgano son nada en comparación con el Don de Sí que nos hace el Señor, que comparte con nosotros todo, incluso su ADN. No somos nosotros los que lo transformamos, como pasa con los alimentos, sino El es el que nos transforma en Sí, si no le ponemos obstáculo, si no damos vida a nuestro querer humano. ¡Ese es el secreto!
Jesús le dice a la Sierva de Dios Luisa Piccarreta el 27.03.1923:
“Hija mía, ven a mis brazos y hasta dentro de mi Corazón. Me he cubierto con los velos eucarísticos para no causar temor. He bajado al abismo más profundo de las humillaciones en este Sacramento para elevar a la criatura hasta Mí, identificandola tanto en Mí que forme una sola cosa conmigo, y haciendo que mi sangre sacramental corra en sus venas, ser Yo vida de su palpitar, de su pensar y de todo su ser. Mi amor me devoraba y quería devorar a la criatura en mis llamas, para hacerla renacer como otro Yo. Por eso quise ocultarme bajo estos velos eucarísticos y así escondido entrar en ella, para realizar esa transformación de la criatura en Mí. Pero para que suceda esa transformación se necesitaban las disposiciones por parte de las criaturas, y mi amor, llegando al exceso, al instituir el Sacramento eucarístico preparaba de dentro de mi Divinidad otras gracias, dones, favores, luz, para bien del hombre, para hacerle digno de poder recibirme. Podría decir que preparé tantos bienes que superan los dones de la Creación. Quise primero darle las gracias para poder recibirme y después darme, para darle el verdadero fruto de mi Vida Sacramental. Pero para prevenir con esos dones a las almas, es necesario un poco de vacío de ellas mismas, que odien la culpa, que deseen recibirme. Esos dones no bajan a la podredumbre, al fango; por tanto sin mis dones no tienen verdadera disposición para recibirme, y Yo, al bajar a ellas, no hallo el vacío en el que comunicar mi Vida. Estoy como muerto para ellas y ellas muertas para Mí; Yo ardo y ellas no sienten mis llamas, soy luz y ellas siguen cegadas. ¡Ay, cuántos dolores en mi Vida sacramental! Muchos, por falta de disposiciones, no experimentan ningún bien recibiendome, llegan a nausearme, y si siguen recibiendome es para formar mi continuo calvario y su eterna condenación. Si no es el amor lo que las mueve a recibirme, es una afrenta más que me hacen, es una culpa más que añaden a sus almas. Por eso reza y repara por tantos abusos y sacrilegios que se cometen al recibirme sacramentado.”
Por tanto, la Eucaristía es ante todo el SACRIFICIO de Cristo, su PRESENCIA y la COMUNION que nos ofrece de El. Por nosotros, con nosotros, en nosotros. Lo que Jesús hizo por nosotros lo hace presente, estando con nosotros, con el fin de vivir y reinar en nosotros, ya que la vida de Jesús se desarrolla (digamos) en tres dimensiones: histórica (por nosotros), eucarística (con nosotros) y mística (en nosotros). En esa pequeña Hostia consagrada Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, está presente con su Encarnación y su Nacimiento, su vida oculta de 30 años y su vida pública, su Pasión y muerte y su Resurrección, con sus enseñanzas y sus milagros, con sus alegrías y sus penas, con su dolor y su infinito Amor.
Por eso el Señor ha dicho: “si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y Yo le resucitaré el último día. Porque la mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en Mí y Yo en él. Como el Padre, que tiene la vida, me ha mandado y Yo vivo por el Padre, así el que come de Mí vivirá por Mí. Este es el pan bajado del cielo, no como el que comieron vuestros padres y murieron. El que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,53-58).
Pero la Comunión, para que produzca esa transformación maravillosa y podamos decir con San Pablo “ya no soy yo que vivo, sino Cristo vive en mí” (Gál 2,20), ha de ser recíproca, porque “a quien todo da todo se le da”. También nosotros debemos darle todo: lo que somos, lo que tenemos, lo que hacemos. Todo por El, con El y en El. Ese es el fin de la Eucaristía: Jesús quiere unirnos así a El, para compartir con nosotros todo el infinito Amor que le une al Padre, El en nosotros y nosotros en El y corresponderle con su mismo Amor, haciendo que encuentre en nosotros otro Sí mismo, otro Jesús.
Que María, Madre de la Eucaristía y Madre nuestra, nos enseñe a amarle y a vivir por El, con El y en El.
Una respuesta a La Eucaristía en el Proyecto de Dios