Entremos en el Proyecto eterno de Dios
Dios no tenía necesidad de nada ni de nadie. La suya es una necesidad de desahogar su Amor. Todo lo que ha salido de Dios como amor debe regresar a El como respuesta a su amor.
Dependiendo del misterio divino de las relaciones entre las Tres Divinas Personas (la generación del Hijo y la “procesión” del Espíritu Santo), el primer decreto eterno de su Querer fue la Encarnación del Verbo, Nuestro Señor Jesucristo. Pero con El ha sido eternamente querida y concebida, en medio de las Tres Divinas Personas, Aquella que había de ser su Madre, la Stma. Virgen.
De Ella sin embargo Dios ha hecho depender la Encarnación del Hijo de Dios. María ha sido siempre perfectamente libre en su respuesta a Dios. Dios se ha “jugado” todo con la libre respuesta de María, sólo por amor, la sola respuesta digna de Dios. Sin Ella no habríamos tenido ni Redentor ni Redención, sin Ella no habría habido ni una página del Evangelio. Más aún: puesto que la misma Creación de todos nosotros y de todo lo que existe esiste debía depender de la Encarnación del Verbo Divino, la consecuencia es que Dios ha hecho que la misma existencia de la Virgen y de todos nosotros dependiera del “sí” divino de María.
En el Acto eterno y a la vez histórico de la Encarnación, junto con la Humanidad adorable de Nuestro Señor, su Amor le ha hecho concebir en Sí a todas las almas, en primer lugar la de su Madre, rodeandola de todos sus méritos y preservandola de toda mancha de pecado: María es la primera redimida, si bien de un modo diverso del nuestro. María redimida para que el pecado no pudiera tocarla; nosotros liberados del pecado, en el que hemos venido a la existencia.
Porque el pecado personal de nuestro primer padre Adán, lo separó de Dios con todas las consecuencias, y de ser hijo de Dios por Gracia se hizo rebelde y extraño a Dios. Arrepentido, pudo solamente ser admitido como siervo y riquísimo como era cayó en la más grande miseria… Todos sus hijos, hasta el último que vendrá, hemos venido al mundo en “fuera de juego”, separados de Dios, heredando todos los males en vez de todos los bienes y necesitados de ser salvados.
Si “el río” de la humanidad quedó contaminado desde la fuente (Adán y Eva), el pecado no pudo tocar a María porque ella, junto con su Hijo, estan eternamente más arriba de la fuente. “Antes de que Abrahám fuera, Yo Soy” (Jn 8,58), ha dicho Jesús, y por lo mismo “antes de que Adán fuera, Yo Soy”. Y con El, María podría decir “antes de que Eva fuera, yo soy”. En efecto, en la aparición de Tre Fontane en Roma (en 1947), la Virgen de la Revelación se presentó diciendo: “Yo soy la que es en la Divina Trinidad”. Por tanto, el haber nacido tantos siglos después de nuestros primeros padres no significa nada, porque Ella junto con su Hijo son antes, los primeros, en el orden de “causa-efecto”, y por ellos la Justicia Divina no destruyó a Adán y a toda su descendencia y toda la Creación, que a causa del pecado del hombre ya no tenía razón de existir.
El pecado original fue la peor catástrofe de toda la Historia de la Creación, la cual hubiera debido desaparecer, porque el hombre y la mujer ya no eran hijos de Dios, para los cuales había sido creada: se habían rebelado contra Dios, que tanto los había colmado de bienes. En aquel preciso instante toda la Naturaleza se rebeló contra el hombre. Y así, por envidia del demonio entró el pecado en el mundo y por el pecado entraron todos los demás males y la muerte: “Sí, Dios ha creado al hombre para la inmortalidad; lo hizo a imagen de su propia naturaleza. Pero por envidia del demonio la muerte ha entrado en el mundo; y la experimentan los que le pertenecen” (Sab 2,23-24).
Por eso San Pablo dice: “La Creación misma espera con impaciencia la revelación de los hijos de Dios; pues ha sido sometida a la caducidad –no por su querer, sino por el querer del que la ha sometido– y nutre la esperanza de ser también ella liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Bien sabemos que toda la Creación gime y sufre hasta ahora en los dolores del parto; y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente esperando la adopción como hijos, la redención de nuestro cuerpo” (Rom 8,19-23).
Si Dios no destruyó la Creación es porque sabía que un día se había de encarnar su Hijo, que junto con su Madre Inmaculada eran aquellos por los cuales Dios Padre creaba todo. Jesús y María un día habrían reparado el daño del pecado y nos habrían salvado a todos nosotros, mediante la Redención, haciendonos de nuevo hijos de Dios y herederos y reyes de todo lo creado.
Por eso, la Creación se ha completado cuando el Padre Celestial ha creado el Cuerpo y el alma de Jesucristo. Así el Hijo de Dios se ha hecho Hombre para salvarnos a nosotros y salvar toda la obra de la Creación, el Proyecto de Dios, todo lo que había decretado: su Reino.
La obra de la Creación, que empezó con la palabra de Dios “¡Hágase la luz!”, “Fiat Lux” (luz espiritual, los Angeles, y luz material), culmina en la creación del hombre, a imagen y semejanza de Dios. No sólo la creación de Adán, sino del “nuevo Adán”, Jesucristo, el Heredero y destinatario de todo. Y no El solo, sino con todo su Cuerpo Místico, que habría debido ser toda la humanidad, pero que el pecado separó de El y dispersó.
Por eso la obra de la Creación aún no ha terminado, podemos decir que continúa en la obra de la Redención, en el sentido que ésta nos incorpora de nuevo a Cristo.
Desde el primer instante de vida en el seno de María, Jesús ha abrazado todas las almas como su Cuerpo Místico y se ha hecho cargo de las culpas y de las penas de cada criatura. Por eso la Pasión empezó desde su Encarnación y fue creciendo, hasta “desbordarse” externamente el último día de su vida, en la Pasión que le hicieron sufrir los hombres. Todo lo que sucede en su Cuerpo Místico repercute en su Humanidad, en el Varón de dolores, de igual modo como en su adorable Humanidad ha preparado la vida y la gloria para su Cuerpo Místico que es la Iglesia, nuestra resurrección y nuestra transfiguración.
La finalidad de Cristo es compartir con nosotros su condición de Hijo, su gloria, su vida. La obra de la Santificación consiste, precisamente, en formarla en nosotros. “¡Hijitos míos –dice San Pablo–, que yo de nuevo doy a luz en el dolor hasta que no esté Cristo formado en vosotros!” (Gál 4,19). Son palabras de la Iglesia, como son palabras de María, Madre de la Iglesia.
Todo lo que ha dado a su Iglesia –la Revelación, los Sacramentos, las gracias– tiene como fin traer de nuevo el Reino de Dios, el Reino de la Divina Voluntad en medio de las criaturas. Todo tiene como fin volver a poner a la criatura, al hombre, “en el orden, en su puesto y en la finalidad para la que ha sido creado”.
“Ya que si a causa de un hombre vino la muerte, a causa de un hombre vendrá también la resurrección de los muertos; y como todos mueren en Adán, así todos recibirán la vida en Cristo. Cada uno sin embargo en su orden: primero Cristo, que es la primicia; después, a su venida, los que son de Cristo; luego será el final, cuando entregará el reino a Dios Padre, tras haber reducido a nada todo principado y toda potestad y potencia” (1a Cor 15,21-28).
De esa forma, todo lo que ha salido de Dios por amor ha de volver a Dios como respuesta a su amor: ¡así se completará cada cosa y será su Reino!
Apuntes para una Fe clara en tiempos de confusion
Pescia Romana (Viterbo, Italia), 13 de Octubre de 2017, en el Centenario de la sexta aparición de Nuestra Señora en Fátima y del “milagro del Sol”, signo del Reino del Querer Divino y del triunfo del Corazón Inmaculado de María.
En la Fe de la Santa Iglesia, sin pretender dar lecciones a nadie, ofrezco al buen sentido y a la buena voluntad de quien lee estas reflexiones, con el deseo de ayudar a los hermanos que el Señor me ha encomendado –“mi parroquia espiritual o extraterritorial”– en este tiempo de oscuridad, de confusión y de extravío de la Fe para su formación básica en la Fe y como guía en su vida.
P. Pablo Martín
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