Cristo en mí y yo en El
“¡Hágase la Luz!”, ante todo en nosotros. Y el Señor nos dice: «Todavía por poco tiempo la luz está con vosotros. Caminad mientras tenéis la luz, para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina en tinieblas no sabe adonde va. Mientras tenéis la luz creed en la Luz, para ser hijos de la Luz» (Jn 12,35-36).
Y démos gracias al Señor, que nos concede todavía tener estos encuentros para compartir su Luz y su Amor, para conocer mejor el don supremo de su Voluntad Divina como vida Suya y nuestra.
Por eso creo que el Señor nos diga y me diga a mí, sacerdote: “Déja que los muertos entierren a sus muertos; ¡tú véte y anuncia el Reino de Dios!” (Lc 9,60). Las noticias sistemáticamente deformadas, la confusión, los miedos que en este tiempo de la historia dominan todo el mundo, no nos deben dominar, porque son incompatibles con la verdadera Fe cristiana, la cual se apoya en el conocimiento del Evangelio, de la Palabra de Dios como nos la enseña la Iglesia y en su auténtico Magisterio. Nuestra unión con Cristo no sólo es conocimiento, sino Vida.
La vida cristiana empieza con “Cristo en mí” y culmina con “yo en Cristo”.
Que nuestra vida esté escondida en El para vivir con El su Vida: esa es nuestra meta. Se trata de un proceso. Todos nosotros empezamos la vida cristiana con la Gracia que nos da el Bautismo, es decir, Jesús en nuestro corazón, pero debemos concluirla con “nosotros en su Corazón, nosotros en Cristo”.
“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los cielos, en Cristo. En El nos ha elegido antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados ante El, predestinandonos en la caridad a ser sus hijos adoptivos por obra de Jesucristo, conforme al beneplácito de su Voluntad” (Ef 1,3-6). Todo y todos estamos en su Voluntad, en cuanto criaturas. Pero ahora que empezamos a saberlo, el Señor nos llama a que vivamos en Ella, es decir, a que hagamos nuestra su Vida, a que la vivamos con El, porque una cosa es ser y otra es vivir.
¿Pero qué significa “ser en Cristo”? Significa entrar en su historia, en su victoria, en sus conquistas. Como un líquido se adapta a las dimensiones y a la forma del recipiente que lo contiene, así para nosotros significa adaptarnos a los gustos de Jesús, a sus pensamientos, a sus maneras, como El se adapta a nosotros. Hacer nuestra su vida interior, su dolor, su amor, su relación de intimidad filial con el Padre. Que Jesús pueda decirnos lo que dijo al Padre: “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío, y Yo soy glorificado en Tí” (cfr Jn 17,10).
En su Vida ha escrito nuestra verdadera vida, como tenía que ser. La potencia del Espíritu Santo nos une a Cristo, a su Obra, y hace vivo en mí lo que Jesús ha hecho por mí. El Espíritu Santo lo realiza. San Pablo dice una cosa importantísima: “Quien se une al Señor se hace un solo espíritu con El (…) ¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en vosotros y que habéis recibido de Dios? Así que no os pertenecéis, porque habéis sido comprados a caro precio. Glorificad por tanto a Dios en vuestro cuerpo” (1ª Cor 6,17-19).
“Templo del Espíritu Santo”. Nuestro cuerpo es templo, ha de ser “morada santísima de Dios”, como un velo que lo cubre, como un Sagrario viviente, como una Hostia consagrada por su Voluntad. Ha de ser para Cristo como “una humanidad añadida, en la que El pueda renovar su Misterio” (dice Santa Isabel de la Trinidad). Y por esa obra divina del Espíritu Santo en nosotros, Jesús quiere estar realmente vivo y presente.
Jesús ha dicho: “Yo pediré al Padre y El os dará otro Consolador para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la Verdad que el mundo no puede recibir, porque no lo ve y no lo conoce. Vosotros lo conoceis, porque El vive con vosotros y estará en vosotros” (Jn 14,16-17). ¡Eso es maravilloso! “Cuando venga el Espíritu Santo conoceréis que Yo soy en el Padre y vosotros en Mí” (Jn 14,20). No sólo es unión, sino unidad. Esa es la finalidad de Dios, su sueño de amor, su Reino: “Yo en vosotros y vosotros en Mí”. Cuando el Espíritu Santo obra en nosotros, se realiza. Por tanto nuestra mente, nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestro espíritu llegan a ser la morada de Dios, por obra de su Espíritu. Cada célula le pertenece, cada respiro, cada latido, cada instante. La obra del Espíritu Santo consiste en consagrarnos, transformarnos, realizar en nosotros una especie de transustanciación. El prodigio de la Eucaristía es el modelo, el signo y el medio de lo que desea hacer de nosotros, y eso es su verdadero Reino.
Nosotros totalmente suyos. Y viceversa, El totalmente nuestro: “Nos ha dado los bienes grandísimos y preciosos que había prometido, para que seamos por medio de ellos partícipes de la Naturaleza divina” (2a Pedro, 1,4). “Yo soy la Vid y vosotros los sarmientos” (Jn 15). Es una unión vital que no depende de nosotros establecerla, ya es una realidad divina: no depende de nosotros ser sarmientos, podemos sólo impedirlo, separarnos de la Vid.
Y el Señor le dice a su “pequeña Hija”:
“Hija mía, cuando en el alma no hay nada que sea extraño para Mí o que no Me pertenezca, no puede haber separación entre el alma y Yo, más aún, te digo que si no hay ningún pensamiento, afecto, deseo, latido, que no sea mío, Yo tengo al alma conmigo en el Cielo, o bien permanezco con ella en la tierra. Sólo eso puede separarme del alma: si hay cosas que para Mí sean extrañas. Pero si no ves eso en ti, ¿por qué temes que Yo pueda separarme de ti?” (Vol. 11°, 02-06-1912).
Sin los sarmientos la Vid se queda sola. Para hacerse ver, para hacerse escuchar, Jesús nos necesita. Para llegar a los demás, para producir fruto, Jesús nos necesita. Es una unión, mejor aún, ¡una unidad! “Porque vosotros habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col. 3,3). Esta es la esencia del pacto. Es la increíble unión que el Señor quiere hacer con nosotros, más aún, la unidad. Nuestra vida en El. Como el Padre, mirando al Hijo, su Imagen, nos ha visto a cada uno de nosotros, así ahora, mirandonos a nosotros desea poder ver a su Divino Hijo. Todo lo que se ve entonces es Cristo. Resulta un solo cuerpo, no dos cuerpos. La matemática del nuevo Pacto es esta: ya no 1+1=2, sino 1+1=1. Uno más uno igual a Uno, no a dos.
Se nos repite que la vida cristiana consiste en “permanecer en El”. En efecto, en su primera carta San Juan ha escrito: “El que dice que permanece en El, se debe comportar como El se ha comportado” (1a Jn 2,6). Tiene que ver con la unidad, con el Uno más uno igual a Uno: “Ya no soy yo el que vive, sino es Cristo el que vive en mí. La vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me ha amado y ha dado la vida por mí” (Gál 2,20).
Y el Señor explica qué cosa es “fundirse” en El, y le dice a Luisa Piccarreta:
“Hija mía, piérdete en Mí. Pierde tu oración en la mía, de modo que la tuya y la mía sean una sola oración y no se sepa cual sea la tuya y cual la mía. Tus penas, tus obras, tu querer, tu amor, pierdelo enteramente en mis penas, en mis obras, etcétera, de modo que se mezclen las unas con las otras y formen una sola cosa, tanto que tú puedas decir: «lo que es de Jesús es mío», y Yo diga: «lo que es tuyo es mío».
Supón un vaso de agua, que la derramas en un recipiente de agua grande: ¿sabrías tú distinguir después el agua del vaso de la del recipiente? Desde luego que no. Por eso, con ganancia tuya grandísima y con sumo contento mío, repíteme a menudo en lo que haces: «Jesús, lo derramo en Tí, para poder hacer, no mi voluntad, sino la Tuya», y Yo enseguida derramaré mi obrar en tí” (Vol. 12°, 31-01-1918).
Esa es la unidad de la que hablaba San Pablo. Se trata de unidad, que es la unión de dos voluntades en un único querer, el Suyo: Tú en mí, yo en Tí, “lo que quieres Tú lo quiero yo; si Tú no lo quieres, tampoco yo”. San Pablo dice: “Hijos míos, que yo de nuevo doy a luz con dolor, hasta que Cristo esté formado en vosotros” (Gál 4,19).
Por tanto, cuando Jesús ocupa sólo una pequeña parte de nosotros, de nuestras cosas o de nuestro tiempo, lo demás sigue siendo nuestro, pero cuando El forma en nosotros su vida, como un niño se forma en el seno de su madre, así Cristo se forma en nosotros hasta su plenitud, y entonces sucede que sus ojos son nuestros ojos, su boca es nuestra boca, sus manos nuestras manos, su Corazón nuestro Corazón… Como dice el Siervo de Dios Mons. Luis María Martínez (que fue Arzobispo primado de México): “Algunos me dirán que no soy manso y humilde de corazón como Tú; ese es mi corazón viejo, ¿pero qué tal el nuevo?”
Perdemos así realmente nuestra vida (ante todo la perdemos de vista) y en su lugar se realiza la Vida de Jesús, y entonces El se hace el Protagonista de mi vida: si respiro, si amo, si sufro, si camino, es Jesús el que respira, el que ama, el que sufre, el que camina y, como dice a la Beata Conchita Cabrera, “el que te toca, toca al Verbo”. Así El quiere estar realmente presente, oculto en nosotros y nosotros ocultos en El. Como le dice a Luisa:
“Hija mía, para que el alma pueda olvidarse de sí misma, debería hacer de forma que todo lo que hace y que le es necesario, lo haga como si Yo quisiera hacerlo en ella. Si reza, debería decir: «Jesús quiere rezar y yo rezo con El». Si debe trabajar: «es Jesús que quiere trabajar», «es Jesús que quiere caminar», «es Jesús que quiere comer, que quiere dormir, que quiere levantarse, que quiere divertirse», y así todo lo demás de la vida, excepto los errores. Sólo cosí el alma puede olvidarse de sí misma, porque no sólo lo hará todo porque lo quiero Yo, sino que, porque lo quiero hacer Yo, Me necesita” (Vol. 11°, 14-08-1912).
En conclusión: para el Amor del Señor no es suficiente que digamos como San Pablo “Ya no soy yo el que vive, sino Cristo es quien vive en mí, El es el Protagonista de mi vida”; El desea que podamos decir también: “Ya no vive Jesús solo, sino que me llama a que viva con El y en El su Vida”.
Señor, te doy por tanto mi mísera voluntad humana, para dejarle el puesto a la Tuya Divina, que tanto deseas que reine en mi ser y en mi vida, para que seamos felices juntos, para vivir momento por momento Tú mi vida y yo tu Vida: ¡Tú en mí y yo en Ti!
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