Maria

La Escuela de oración en la Divina Voluntad

Veamos hoy cómo se desarrolla y madura “el gérmen” de su Querer Divino que recibimos desde el Bautismo.

Es un proceso de crecimiento, día tras día, que dura toda la vida. Sabemos de donde parte: de la Redención, con la que Jesús nos ha incorporado a El mediante el Bautismo. Y adonde quiere llegar: a una perfecta unión con El, que es pleno pertenecer, compartir, “fundirnos”. Hasta poder decirle a Jesús y como Jesús al Padre: “todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío” (Jn 17,10). Desde la eternidad el Padre Divino, mirando a su Hijo Encarnado, nos ha visto y por eso nos ha amado y nos ha creado; y de igual manera, cuando el Padre, al mirar a cada uno de nosotros, vea a Jesús y todo lo que es de Jesús, entonces se cumplirá su Reino, su “sueño de amor”.

Parecería como si su infinito Amor no estuviera satisfecho hasta que no nos tenga como hijos, como otros tantos Jesús en su Corazón, como si le faltara algo a su Felicidad. Eso será aquel “descanso de Dios” del séptimo día (Hebreos 4,4). Por parte suya la obra ya está hecha, ahora nos toca a nosotros ir a su encuentro. En eso consiste el “fundirnos en Jesús”, la fusión de nuestra voluntad con la Suya en un solo querer.

El último Confesor de Luisa, D. Benedetto Calvi, dice en verso (Mi último canto a la Divina Voluntad):

“O Santa, piadosa, amable Voluntad Divina, Te adoro y a Tí unirme, en Tí vivir suspiro. Tú eres la inefable fuente del Divino Amor y sólo Tú has de ser la ley de mi corazón. Como se unen serenos dos arroyos en un río, dos gotas en una sola, dos llamas en una luz, así, Jesús, concédeme de mí constante olvido, que en todo se identifique en tu Querer el mío. Haz que sólo esté pendiente de un gesto tuyo, Señor, que anhele lo que deseas, que busque sólo tu Amor.”

Fundirnos en Jesús” es una expresión típica de Luisa, que parte de la voluntad y comprende todo lo que  somos,  lo que tenemos y lo que hacemos, todo lo que nos sucede. Cada uno de nosotros es único para Dios y El nos trata de un modo único, adaptandose a nuestra pequeña capacidad. Por eso cada uno tiene su propio modo de orar, que ha de ser siempre un encuentro de amor con Dios.

La oración es el encuentro entre la Voluntad Divina y la voluntad humana y expresa las actitudes y los sentimientos del hombre respecto a Dios. La falta de oración es ateísmo práctico; el rechazo o la aversión a la oración es la impiedad; la inconstancia en la oración es señal de un amor muy débil o superficial; las fáciles distracciones indican que el alma está dominada por otros gustos o intereses o que, de todas formas, su pensamiento da vueltas, demasiado, en torno a sí misma. Una oración que solamente sabe decir oraciones aprendidas (lo cual es el exacto significado de “rezar” = recitar) no toca el propio corazón ni la propia vida y menos aún el Corazón y la Vida de Dios. Rezar por el único fin de obtener alguna “gracia”, da a entender que el alma no es creyente, sino “cliente” de Dios. Rezar para poder decirle a la propia conciencia: “Ya he dicho mis oraciones”, es como querer hablar por teléfono con una persona sin antes haber marcado el número; es una ocasión perdida…

La oración puede manifestar respecto a Dios una actitud de distancia, de temor, de vana formalidad (que no es el verdadero sentido del respeto), o bien indica interés, deseo de ayuda, arrepentimiento…, o también, gratitud, complacencia, júbilo, admiración, compasión, deseo de ofrecer reparación, intercesión por el prójimo, ¡AMOR! Aquí se ve la verdadera unión de voluntad, con infinitos grados, y por consiguiente la ADORACION.

En una palabra, la oración, dice cuánto el hombre sea extraño o familiar respecto a Dios, cuánto se sienta lejano o cercano, cuánto se sienta siervo o hijo. Es un encuentro que se traduce en vida, que alimenta la vida y que, a su vez, se nutre de conocimiento del Señor, pues la oración necesita de contenidos. Para la oración en la Divina Voluntad es necesario nutrirse con la lectura de los escritos de Luisa Piccarreta sobre la Divina Voluntad. Las oraciones de Luisa che leemos en todos sus Escritos son según su forma de expresarse, según su espíritu, pero son una gran Escuela de oración para nosotros.

“Hija mía, esta mañana quiero uniformarte toda a Mí: quiero que pienses con mi misma mente, que mires con mis mismos ojos, que escuches con mis mismos oídos, que hables con mi misma lengua, que obres con mis mismas manos, que andes con mis mismos pies y que me ames con mi mismo Corazón” (Vol. 2°, 12.08.1899).

“Hija mía, oremos juntos. Hay ciertos tiempos tristes en que mi Justicia, no pudiendo contenerse por los males de las criaturas, quisiera inundar la tierra con nuevos flagelos y por eso es necesaria la oración en mi Voluntad, que, extendiéndose sobre todos, se pone como defensa de las criaturas y con su potencia impide que mi Justicia se acerque a las criaturas para golpearlas” (Vol. 17°, 01.07.1924).

“Hija mía, ¡cómo hiere mi Corazón la oración de quien sólo busca mi Querer! Siento el eco de mi oración, que hacía Yo estando en la tierra. Todas mis oraciones se reducían a una sola cosa: que la Voluntad de mi Padre, tanto respecto a Mí como respecto a todas las criaturas, se cumpliera perfectamente. Fue el honor más grande para Mí y para el Padre Celestial: el haber hecho en todo su Stma. Voluntad…” (Vol. 17°, 22.02.1925).

En el libro “Señor, enséñanos a orar” hallarán esta Escuela de oración y la luz y la respuesta de Jesús a tantas preguntas sobre la “fusión”, sobre “los giros en la Divina Voluntad”, etc. para que su gérmen madure y crezca.


“Señor, enséñanos a orar”

Escuela de oración en la Divina Voluntad

Oraciones de la Sierva di Dio

LUISA  PICCARRETA,

“la Pequeña Hija de la Divina Voluntad” para una guía práctica de oración y una pequeña “escuela de oración” a la luz de sus escritos.

preparado por el P. Pablo Martín (2005)

Si tú conocieras el Don de Dios

Hoy el Señor nos quiere explicar más su deseo, lo que quiere darnos. El pasado Domingo hemos oido en el Evangelio que Jesús dijo a la samaritana: «Si tú conocieras el Don de Dios y y Quién es el que te dice: “¡Dáme de beber!”, tú misma le habrías pedido y El te habría dado agua viva». (Jn 4,10).

¿Y cuál es el Don de Dios? No es un don cualquiera, o una virtud, o un carisma, ni siquiera es algo espiritual, sino el Don de Sí, su misma Voluntad Divina omnipotente, eterna, santísima. Observar sus Mandamientos, hacer lo que Dios quiere, aceptar con resignación o con paz lo que Dios permite o dispone, todo eso es necesario para salvarnos, pero es demasiado poco para su Amor.

Y dice en el profeta Isaías (49,3-6): «Mi siervo eres tú, Israel, en el que manifestaré mi gloria (…). Es demasiado poco que tú seas mi siervo para restaurar las tribus de Jacob y conducir a los sobrevivientes de Israel. Pero Yo te haré luz de las naciones para que lleves mi salvación hasta los confines de la tierra».

– En la mentalidad de la Biblia, “SIERVO DE DIOS” es el hombre fiel a Dios, que Lo reconoce y Lo adora como “su” Señor y Dios, del cual  depende y a quien obedece. En este sentido, lo contrario de “siervo” es “rebelde o impío”. Así, el Hijo de Dios se complace en ser llamado “el Siervo de Yahvé” (Isaías 49,3-5; 52,13) y María es “la Sierva del Señor” (Lc 1,38 e 48), un título que no sólo dice su humildad y sumisión, sino también su pertenencia a Dios (ser de Dios).

– En la mentalidad común de los hombres, un “SIERVO” es alguien al servicio de su dueño, hacia el cual tiene fundamentalmente un sentimiento de temor o bien de interés, y al cual lo une solamente una relación de dependencia y de trabajo (de servicio). En este otro sentido, lo contrario de “siervo” es “hijo”.

El “hijo” no tiene una relación con un dueño o señor, sino que vive un vínculo de familiaridad y de amor, de pertenencia recíproca con su Padre. En este sentido hemos de entender el binomio “siervo-hijo” que recorre toda la Biblia a partir de Abrahám, así como las palabras del hijo mayor de la parábola del “Hijo pródigo” (Lc 15,29-31). Es evidente que en este sentido María es Hija y quiere que también nosotros seamos hijos.

Ntro. Señor explica la diferencia entre hacer la Voluntad de Dios y el vivir en Ella. Leemos en el vol. 17° de los Escritos de Luisa, el 18 de septiembre 1924:

Hija mía, no se quiere entender: vivir en mi Voluntad es reinar, hacer mi Voluntad es estar a mis órdenes.  Lo primero es poseer, lo segundo es recibir mis órdenes y cumplirlas.

Vivir en mi Querer es considerar mi Voluntad como cosa propia, es disponer de Ella. Hacer mi Voluntad es considerarla como Voluntad de Dios, no como algo propio, ni poder disponer de Ella como se desea. Vivir en mi Voluntad es vivir con una sola Voluntad, que es precisamente la de Dios, y siendo una Voluntad toda santa, toda pura, toda paz, siendo una sola voluntad la que reina, no hay contrastes, todo es paz. Las pasiones humanas tiemblan ante esta Suprema Voluntad y querrían escapar; no se atreven a moverse, ni a oponerse, viendo que ante esta Santa Voluntad tiemblan Cielos y tierra. Así que el primer paso del vivir en el Querer Divino, que pone el órden divino, está en el fondo del alma, vaciandola de lo que es humano, de tendencias, pasiones, inclinaciones y demás.

Por el contrario, hacer mi Voluntad es vivir con dos voluntades, y cuando doy la órden de cumplir la Mía, la criatura siente el peso de su voluntad que pone dificultades, y a pesar de que cumpla fielmente las órdenes de mi Voluntad, siente el peso de la naturaleza rebelde, sus pasiones e inclinaciones. Y cuántos Santos, a pesar de haber alcanzado la más alta perfección, sienten esa voluntad de ellos, que les hace guerra, que los tiene oprimidos, tanto que les hace gritar: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte, o sea, de esta voluntad mía que quiere dar muerte al bien que quiero hacer? (Rom 7,24)

Vivir en mi Voluntad es vivir como hijo; hacer mi Voluntad es vivir como siervo. En el primer caso, lo que es del Padre es del hijo, y muchas veces hacen más sacrificios los siervos que los hijos: a ellos les toca esponerse a servicios más fatigosos, más humildes, al frío, al calor, a viajar a pie… En efecto, ¿cuánto no han hecho mis Santos para cumplir los mandatos de mi Voluntad? Por el contrario, el hijo está con su padre, cuida de él, lo alegra con sus besos y caricias, manda a los siervos como si les mandara su Padre, si sale no va a pie, sino que viaja en carroza… Y si el hijo posee todo lo que es del padre, a los siervos no se les da más que el salario por el trabajo que han hecho, quedan libres de servir o no servir a su dueño; y si no sirven ya no tienen derecho a recibir ningún sueldo. Al contrario, entre padre e hijo nadie puede quitar esos derechos del hijo a los bienes del Padre, y ninguna ley, ni del Cielo ni de la tierra, puede anular esos derechos, ni suprimir la relación espiritual entre padre e hijo. Hija mía, vivir en mi Voluntad es el vivir que más se acerca al de los bienaventurados del Cielo, y es tan distante de hacer mi Voluntad y estar fielmente a mis órdenes, como dista el Cielo de la tierra, como la distancia que hay de hijo a siervo, de rey a súbdito.

Y luego, ésto es un don que quiero dar en estos tiempos tan tristes, que no sólo hagan mi Voluntad, sino que la posean. ¿Acaso no soy Yo dueño de dar lo que quiero, cuando quiero y a quien quiero? ¿No es dueño un Señor de decirle a un siervo: ‘Vive en mi casa, come, toma las cosas, usa de mi autoridad como otro Yo?’ Y para hacer que nadie le pueda impedir que posea sus bienes, legalmente hace que este siervo sea su hijo y le da il derecho de poseer. Si eso puede hacerlo un rico, mucho más puedo hacerlo Yo. El vivir en mi Querer es el don más grande que quiero dar a las criaturas. Mi Bondad quiere demostrar cada vez más su amor a las criaturas y habiéndoles dado todo y no teniendo ya nada más que darles para hacer que me amen, quiero darles el don de mi Voluntad, para que, poseyéndola, amen el gran bien que poseen.

No te extrañes si ves que no entienden. Para entender deberían disponerse al más grande de los sacrificios, como es el no dar vida, aun en las cosas santas, a la propia voluntad. Entonces sentirían qué cosa es poseer la Mía y tocarían con la mano lo que significa vivir en mi Querer. Tú sin embargo está atenta; no te impacientes por las dificultades que ponen y Yo poco a poco me abriré camino, para hacer comprender el vivir en mi Voluntad”.

Dios quiere que seamos como El, a Su semejanza. Dios quiere que vivamos con El en perfecta comunión de vida, que podamos decir como Jesús dijo al Padre: «Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío» (Jn 17,10). Dios quiere que amemos, que Lo amemos con su mismo Amor, para que nuestra respuesta de amor sea justa. Por eso, sabiendo Dios que nuestro “corazón” (nuestra voluntad) no es capaz de amar de un modo divino, digno de Dios, ahora nos ofrece el don de su mismo “Corazón”, de su adorable Voluntad, el “Corazón” de las Tres Divinas Personas, para que no sólo vivamos conforme a lo que Dios quiere de nosotros, sino que vivamos con Dios su vida, tomando parte en sus obras y amando con el Amor de las Tres Divinas Personas.

El desarrollo del Querer Divino en el alma

En el momento en que vivimos los signos de los tiempos nos avisan que está llegando una gran tribulación o prueba; por eso es prudente tener las cosas esenciales para la vida, y si eso es para la vida física, cuánto más conviene hacerlo para la vida espiritual, mucho más importante. Por eso hoy veamos cómo se desarrolla el don supremo del Querer Divino en el alma que lo acoge, viendo las etapas de su crecimiento en Luisa.

El primer Volumen de Luisa empieza con la Novena de la Navidad, que ella hizo cuando tenía 17 años.  En la cuarta hora Jesús le decía: “Hija mía, quisiera abrazarte, pero no puedo, no hay espacio, estoy inmóvil, no puedo hacerlo; quisiera venir Yo a ti, pero no puedo andar. Por ahora abrázame tú y ven a Mí; después, cuando salga del seno materno, vendré Yo a ti”.

Estas palabras hacen alusión a una enseñanza fundamental, que el Señor desarrolla después en sus escritos.

Son como dos tiempos de la vida espiritual. En el primero, el alma, sostenida por la Gracia, es protagonista en su camino hacia Dios; después, en el segundo, Jesús es el Divino protagonista, cuando vendrá al encuentro del alma. Lo cual vale para cada alma como para el conjunto de las almas: la humanidad.

Por eso, “el Llamado del Rey Divino” que promulga el Reino de su Voluntad es el solemne anuncio de la Venida del Señor, en el que repite ocho veces su primera palabra, “vengo”, la que dijo en la Encarnación cuando vino a este mundo: “Héme aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu Voluntad” (Hebreos, 10,5-10). Y dice:

Vengo entre vosotros con el Corazón abrasado en las llamas de mi Amor. Vengo como PADRE, en medio de mis hijos, que tanto amo. Tan grande es mi Amor, que vengo para quedarme con vosotros, para vivir juntos, con una sola Voluntad, con un mismo Amor… Vengo con el cortejo de mis obras, de mis penas, de mi Sangre y de mi misma Muerte (…) Y no sólo vengo como Padre, sino que vengo como MAESTRO, en medio de mis discípulos (…) Vengo como REY en medio de todos los pueblos, pero no para exigir impuestos y tributos, no. Vengo porque quiero vuestra voluntad, vuestras miserias, vuestras debilidades, todos vuestros males. Mi Soberanía consiste en ésto. Quiero todo lo que os hace ser infelíces, angustiados, atormentados, para esconder y quemar todo en mi Amor. Y como Rey benéfico, pacífico, magnánimo, que soy, quiero daros en cambio mi Voluntad, mi Amor más tierno, mis riquezas y felicidad, mi paz y mi alegría más pura. Si Me dais vuestra voluntad, ya está hecho todo; Me haréis felíz y seréis felices. No deseo sino que mi Voluntad reine en medio de vosotros …”

Si en la primera fase de la vida de Luisa (fase preparatoria) Jesús se le manifiesta habitualmente como el Divino Redentor, en la segunda lo hace sobre todo como el Rey, que viene a tomar posesión de todo lo que le pertenece y a establecer en la tierra su Reino, el Reino de su Querer, como es en el Cielo. Las innumerables veces que Jesús viene sensiblemente a estar con Luisa, son imágen de su venida gloriosa como Rey al final de los tiempos, e indican también las distintas etapas de su vida, en las que la va transformando y uniendo cada vez más a El.

Es admirable la pedagogía divina en Luisa y el desarrollo del Don supremo del Querer Divino. Ya en el 2° Volumen, el 12.08.1899, por primera vez en los escritos, vemos que Jesús quiere “uniformar” Luisa a Sí mismo. Es lo que más adelante ella dice “fundirse en Jesús”, en su Stma. Humanidad. Jesús y el alma, de “poseerse” mútuamente pasan a “reflejarse” el uno en el otro: crucificado El y por tanto crucificada ella en la misma cruz; así se hace indisoluble la unión de sus voluntades. (Vol 3°, 02.03.1900).

El 21.05.1900 Jesús le anuncia a Luisa su intención: hacer de ella el esemplo perfecto de uniformidad con su Querer, lo cual es el milagro de los milagros. El alma no sólo debe vivir para Dios, sino en Dios; esa es la verdadera virtud, que da al alma la misma forma de la Divina Persona en la que vive (09.07.1900).

Y el 16.11.1900 (Vol. 4°) Jesús mete el corazón de Luisa en su Sacratísimo Corazón y le da como corazón su Amor Divino. En ese desarrollo del Don de su Querer, Jesús continúa lo que había hecho once años antes (2° Volumen, 08.09.1889) y de nuevo lo proseguirá, con esa misma imágen del corazón, once años más tarde (02.11.1911). Pasarán todavía otros diez años y Jesús dirá: “El trabajo está cumplido” (05.12.1921).

Lo que El ha hecho –le dice–, es decir, ponere el corazón de Luisa en el Suyo, es para hacerle pasar del estado de unión al estado de consumación en la unidad. (18.11.1900), porque todas las virtudes y toda la vida espiritual tienden a la consumación de la voluntad humana en la Divina, para vivir en Ella (17.06.1904).

Para llegar a eso, el primer paso necesario es la resignación a Ella (08.11.1905). Sólo así el alma vive en Jesucristo y por medio de El, y Jesucristo vive en la criatura y por medio de ella. No sólo es unión de intención, sino personal (08.02.1904). La Stma. Humanidad di Jesús cubre su Divinidad: es el modelo de como hemos de hacer todo con El, con su misma Voluntad, como si El mismo tuviera que hacer nuestras acciones (17.10.1904).

La criatura es llamada a ser para Jesús como otra Humanidad que cubre su presencia. El vive en Luisa (07.05.1906) y si ella sufre, es para que El pueda descansar (18.05.1906). Y en el Vol. 8° tenemos indicaciones precisas de como tiene que hacer Luisa para “fundirse” en Jesús:

“Quiero enseñarte cómo tienes que estar conmigo: Primero: tienes que entrar dentro de Mí, transformarte en Mí y tomar lo que encuentres en Mí. Segundo: cuando te hayas llenado toda de Mí, sal afuera y obra junto conmigo, como si tú y Yo fuéramos una sola cosa, de modo que si Me muevo Yo, te mueves tú; si pienso Yo, piensa tú la misma cosa que Yo he pensado; es decir, cualquier cosa que Yo haga la harás tú. Tercero: con esta obra que hemos hecho, aléjate por un instante de Mí y vete en medio de las criaturas, dando a todas y a cada una todo lo que hemos hecho juntos, o sea, dando a cada una mi Vida divina, regresando enseguida a Mí para darme en nombre de todos toda esa gloria que deberían darme, pidiendo, excusándolos, reparando, amando…” (09.02.1908).

“…El alma, mientras está en este mundo, no puede comprender todo el bien y el amor que hay entre las criaturas y el Creador, porque lo que hace, lo que dice, lo que sufre, está todo en mi Vida, y sólo así puede disponer para bien de todos (…) Basta decirte que es tanta la unión estrecha que se forma, que el Creador es  el órgano y la criatura es el sonido; el Creador es el sol, la criatura los rayos; el Creador es la flor, la criatura el perfume… ¿Pueden estar acaso el uno sin el otro? No, sin duda” (21.11.1907).

En lugar de nuestra voluntad debe ser la Voluntad Divina y entonces nuestros actos serán divinos. Con los  actos completos de Voluntad Divina, el alma va formando en sí un Sol, que se hace cada vez más grande,   semejante al Sol Divino (27.11.1913).

Para hacer de nosotros una Hostia viviente para Jesús, nuestra voluntad debe morir del todo, sustituyendola  en todo nuestro ser con la Voluntad Divina, la cual hará en nosotros una verdadera y perfecta consagración, en cada cosa, creando en nosotros la Vida misma de Jesús (17.12.1914).

Entonces es cuando Luisa es invitada a actuar como Jesús, en su Querer: “Ven en mi Voluntad, para hacer       lo que hago Yo” (25.07.1917).

“Ahora, queriendo que estés conmigo en mi Querer, quiero tu acto continuo” (28.12.1917). De esta forma, todo lo que Luisa siente y hace es la Vida de Jesús, que El repite en ella (25.12.1918).

Recordemos que primero se edifica la casa, y después se vive en ella; primero se fabrica un motor y sólo después se hace funcionar y se pone en marcha… Por tanto Luisa, cuando se va completando su transformación como otra Humanidad de Jesús, debe actuar como El en su Divinidad y ese actuar deberá surgir de la Divina Voluntad (04.02.1919). Por eso, por primera vez le dice al final del capítulo: “Por eso sé atenta”, lo cual significa que va a empezar una nueva etapa.

En efecto, Jesús le pide un nuevo “sí”, para hacerla pasar del tiempo de formación como una Humanidad   Suya al de actuar como El y con El en su Divina Voluntad (10.02.1919, 24.02.1919). Ese “sí”, esa decisión (que ella llama el “FIAT” y que para nosotros podría ser una renovada consagración a la Divina Voluntad), el Señor  se lo pide en varias ocasiones, cada vez que ha de pasar a una nueva etapa:

“Quiero el de la criatura y como una cera blanda prestarse a lo que quiero hacer de ella. Es más, tú debes saber que antes de llamarla del todo a vivir en mi Querer la llamo de vez en cuando, la despojo de todo, le hago pasar una especie de juicio (porque en mi Querer no hay juicios, todas las cosas quedan conformes a Mí, el juicio es fuera de mi Voluntad, pero de todo lo que entra en mi Querer ¿quién podrá atreverse a juzgarlo? Y Yo nunca me juzgo a Mí mismo). No sólo eso, sino que varias veces la hago morir, incluso corporalmente, y luego de nuevo la devuelvo a la vida y el alma vive como si no viviera; su corazón está en el Cielo y esta vida es su martirio más grande. ¿Cuántas veces no lo he hecho contigo? Todo eso son disposiciones para disponer al alma a que viva en mi Querer …” (06.03.1919).

El fin y el proyecto de Dios al crear al hombre – que en todo hiciera su Voluntad – se va viendo a través de las etapas por las que quiere hacerle crecer. Mediante mediante los actos repetidos en la Divina Voluntad habría completado Su Vida en él y entonces, hallandolo semejante a El en todo, el Sol de la Divina Voluntad lo habría absorbido en Dios, como dos Soles que uniendose se hacen uno, y lo habría llevado al Cielo (03.04.1920). Esa es la semejanza divina que el hombre perdió con el pecado de Adán y que Dios ahora quiere darle de nuevo, viviendo en el Querer Divino. Precisamente por eso vemos que, a partir del Vol. 18°, el Señor habla repetidamente de la creación del hombre y de todo lo que Adán perdió con el pecado original, porque se trata de llevar de nuevo al hombre a su verdadero origen, “al órden, a su puesto y a la finalidad para la que fue creado”, y traer de nuevo a la tierra el Reino de la Divina Voluntad perdido.

La actividad del alma, que obra cada vez más intensamente en el Querer Divino, es dar a la Majestad Divina, con actos divinos, toda la adoración, la gloria, las gracias, la reparación, el amor, etc. de parte de todas las criaturas, que tienen el deber de dar, y por todas las cosas creadas. Haciendo eso el alma, primero se llena de todo lo que es la adorable Humanidad de Jesús (por motivo de su oficio de Víctima), y así después se va llenando cada vez más de lo que es propio de su Divinidad (y de esa forma hará empezar su Reino):

Mi Querer es más que el Sol y en la medida que el alma entra en sus rayos ardientes, así recibe la Vida, y repitiendo los actos en mi Querer, así recibe mi belleza, mi dulzura y fecundidad, mi bondad y santidad…” (14.07.1921)

Nuestra parte en el Proyecto de Dios

Contemplando el misterio divino de la Stma. Trinidad, celebrado el pasado domingo, podemos decir que el Padre ha concebido en Sí un maravilloso Proyecto, el Hijo es el Proyecto y lo lleva todo en Sí, y el Espíritu Santo realiza ese Proyecto eterno y lo despliega en el tiempo.

Continuando el tema, demos ahora una mirada rápida al esquema de los Decretos y de las Obras de Dios. Ya vimos como la Voluntad Divina de la Stma. Trinidad se desarrolla en un único Acto absoluto, infinito, eterno de Amor. Cada decreto de Dios se conecta a todos los demás siguiendo un orden de causa-efecto: forman como un motor que “gira” en torno al decreto central, la Encarnación del Verbo. Podemos imaginar que sean como un reloj que indica, no las horas del día, sino el desarrollo de la historia sagrada, independientemente del tiempo, siguiendo el orden de causa–efecto: de cada decreto procede otro. En ese sentido, antes de considerar lo que Dios hace, consideremos lo que Dios es:

– El punto de partida es lo que la Divina Voluntad es en la Stma. Trinidad,

– el centro del Proyecto es el Verbo Encarnado,

– y la finalidad es el Reino de Dios en el hombre con el don del Divino Querer.

Repetimos que Dios no tenía necesidad de nada ni de nadie. Dios es infinita Bondad que se da. La necesidad que ha sentido es la de desahogar su Amor. Todo lo que ha salido de Dios como amor debe regresar a Dios como respuesta a su Amor.

La Revelación enseña que en el misterio de la Vida de las Tres Divinas Personas, el Padre engendra al Hijo, su propia Imagen o Verbo Divino (“Lógos”), y de su recíproco Amor procede la Persona del Espíritu Santo, es decir, el Espíritu Santo es precisamente su vínculo, su Amor. Así, de la “competición” de amor de las Divinas Personas procede el decreto eterno de la Encarnación del Verbo, por motivo del cual Dios ha decretado sus Obras externas (“ad extra”): la Creación, la Redención y la Santificación.

Por eso, el Hijo de Dios se ha hecho criatura, se ha hecho hombre, Jesucristo, para estar a la cabeza de toda la Creación, el Primogénito entre todas las criaturas que existimos por El y para El; para ser nuestro Redentor y para ser el Rey de reyes. En El, Padre nos ha visto a todos, en primer lugar a María, como “Segundogénita”, para que fuese su Madre y nuestra Madre, colaboradora en la obra de la Redención, y fuese la Reina junto al Rey: criatura eternamente concebida en el seno de la Stma. Trinidad.

Así pues, junto con la Naturaleza humana del Verbo Encarnado (1° decreto), ha sido querida y creada su Madre, la Stma. Virgen (2° decreto); y por motivo de ambos ha sido decretada la entera humanidad: para El debíamos ser como su Cuerpo Místico, del cual El es la Cabeza (3° decreto). Ha querido tener además de su Cuerpo personal, físico, otro Cuerpo suyo Místico, para multiplicar en él su vida, su amor, su gloria, El mismo, en cada miembro de ese Cuerpo, en cada uno de nosotros.

Por motivo del cual Dios ha querido crear el Cielo y la tierra, todas las  cosas “visibles e invisibles”, en primer lugar los Angeles y todos los demás seres de la Creación (4° decreto): “Todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios”. “Pues ‒dice San Pablo ‒ ¿a cuál de los ángeles Dios ha dicho: Tú eres mi hijo; hoy te he engrendrado? E igualmente: Yo seré para él padre y él será para Mí hijo? (…) ¿No son todos ellos espíritus encargados de un ministerio, enviados para servir a aquellos que deben heredar la salvación?” (Hebreos 1,5.14). Pero esas criaturas espirituales (los ángeles y los hombres), dotados de inteligencia y de voluntad libre y por tanto libres y responsables, llamados a participar en la relación de amor de las Divinas Personas, debían de dar a Dios su respuesta personal:  por eso era necesaria la prueba (5° decreto). Y en la prueba Dios había previsto ‒para Dios todo está presente‒ y sabía que una parte de esos seres espirituales (ángeles y hombres) no habrían sido fieles, sino que habrían rechazado a Dios por afirmarse ellos mismos, se habrían rebelado volviendose demonios y condenados, saliendo del Proyecto Divino en lo que de ellos depende. Pero el mal no puede impedirle a Dios ser bueno y darles también a ellos el bien de la existencia, con todo lo que forma parte de su naturaleza. Los que se condenan se privan de Dios y de todo bien para siempre (6° decreto).

Por eso el Verbo Encarnado ha querido en primer lugar volver a poner en orden la Obra de la Creación y salvar a los hombres, creados para que fueran miembros de su Cuerpo; ha venido para reincorporarlos a El, “para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52). Esa es la Obra de la Redención mediante su Cruz y perpetuada en la Santa Misa (7° decreto).

La Fe es la respuesta a la Verdad en la medida que la conocemos, por lo cual “sin la fe es imposible agradar a Dios; quien se acerca a El debe creer que El existe y que recompensa a los que lo buscan” (Hebreos 11,6).

Los que están incorporados a Cristo están espiritualmente vivos: esa participación a su Vida es la Gracia, la Vida divina en nosotros. De esa forma empieza en nosotros una nueva Creación, que es la Obra de la Santificación (10° decreto), la cual es tomar parte en la relación de amor entre el Hijo y el Padre, relación que es obra del Espíritu Santo, que en nuestro corazón nos   hace exclamar “¡Abba, Padre!” (Rom 8,15). Es la respuesta del hombre al Amor de Dios, la correspondencia libre a la Gracia que Dios nos ofrece. En eso consiste ser santos, vivir como hijos de Dios (11° decreto).

La Gracia es vida divina sobrenatural, y como tal ha de crecer, igual que pasa con la vida natural: no puede detenerse en la edad infantil, permaneciendo aún en el temor y en el viejo espíritu de siervos, sino que debe madurar como espíritu filial y mentalidad de hijos, es más, del Hijo, que no se reserva nada para El, ni un pensamiento, sino todo para el Padre, con el Padre, en la Voluntad del Padre. En eso consiste su Reino, la meta, el fin de todas las cosas, de la Obra de Dios (12° decreto).

Sólo así todo lo que ha salido de Dios ha de regresar a Dios.

Hémos visto pues como en una mirada rápida todo lo que Dios quiere, el Proyecto de su Amor del que formamos parte. Y así como Moisés antes de morir contempló desde lo alto la Tierra prometida, también nosotros hemos contemplado todo lo que contiene la Divina Voluntad, de lo cual quiere que participemos, nuestra gran Herencia, y cada vez más debemos contemplarlo.

Para eso sirve lo que muchos ya conocen como “pasear” en la Divina Voluntad, es decir, recorrer toda la obra de la Creación, de la Redención (en particular con “las Horas de la Pasión”) y de la Santificación, para poner nuestra pequeña firma donde Dios ha puesto la Suya, nuestro pequeño “te amo” donde Dios ha puesto Su infinito “Te amo” dicho a cada uno de nosotros y de esa manera recibir todo lo que El quiere darnos.

Y así como toda gracia Dios ha querido que nos llegue por medio de María, nuestra Madre, así, en esta maravillosa “escuela de Luz”, el Señor ha querido que toda esa Luz, Amor y Vida nos llegue por medio de su “pequeña Hija”, Luisa Piccarreta, a través de su vida y de sus Escritos, Libro de Cielo.

Luisa ha dejado su testimonio, su maravillosa lección en el capítulo del 10 de Mayo de 1925 (volumen 17°), en el que dice:

“Muchas veces en mis escritos digo: “Me estaba fundiendo en el santo Querer Divino”, y no explico más. Ahora, obligada por la obediencia, digo lo que me sucede al fundirme…” Y al final el Señor le dice:

“Hija mía, ese vacío (que ves) es mi Voluntad, puesto a tu disposición, que debería llenarse de tantos actos por quantos habrían hecho las criaturas, si hubieran cumplido nuestra Voluntad. Este vacío inmenso que ves representa nuestra Voluntad y salió de nuestra Divinidad para bien de todos en la Creación, para hacer felices a todos y a todo; por tanto era como una consecuencia que todas las criaturas debían de llenar ese vacío con la correspondencia de sus actos y con la entrega de su voluntad a su Creador. Y no habiendolo hecho, haciendonos la ofensa más grave, te llamamos por eso a tí con una misión especial, para recibir la reparación y la correspondencia por lo que los demás nos debían. Por eso es por lo que primero te preparamos con una larga serie de gracias y luego te preguntamos si querías vivir en nuestra Voluntad, y tú aceptaste con un «Sí», atando tu voluntad a nuestro Trono, sin quererla conocer más, ya que voluntad humana y Divina no se reconcilian ni pueden vivir juntas [o sea, cada una con su propio querer]. Así que ese «Sí», o sea tu voluntad, existe fuertemente atada a nuestro Trono. Por eso tu alma, como niñita pequeña, se siente como atraida ante la Majestad Suprema, porque saliendo tu querer ante Nosotros, que como un imán te atraemos, tú, en vez de mirar tu voluntad, te ocupas sólo de traer a nuestro regazo todo lo que has podido hacer en nuestra Voluntad y depones en nuestro seno nuestra misma Voluntad, como el homenaje más grande que nos es debido y la correspondencia más grata para Nosotros. Por tanto el no ocuparte de tu voluntad y el sólo Querer nuestro que vive en ti nos pone de fiesta. Tus pequeños actos hechos en nuestro Querer nos dan las alegrías de toda la Creación, y así parece que todo nos sonría y nos haga fiesta. Y al verte bajar de nuestro Trono, sin mirar siquiera tu voluntad, llevandote la Nuestra, es para Nosotros la alegría más grande. Por eso te digo siempre: sé atenta en nuestro Querer, porque en El hay mucho que hacer, y cuanto más hagas, tanta mayor fiesta nos harás y nuestro Querer se derramará a torrentes en ti y fuera de ti”.

La Eucaristía en el Proyecto de Dios

La Fiesta del “Corpus Christi” es la de la presencia del Señor en la Eucaristía, realmente vivo con su Cuerpo y Sangue, Alma y Divinidad. La Iglesia celebra la fiesta de la Eucaristía tres semanas después de haber celebrado la Ascensión del Señor. Al final de su vida terrena, cuarenta días después de su Resurrección, Jesús “subió al Cielo, está sentado a la derecha del Padre, y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin”. Pero El ha dicho “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos” (Mt 28,20), sabiendo que sin El no podemos hacer nada. Así, en su última Cena, el Señor instituyó la Eucaristía para quedarse con nosotros bajo la apariencia del pan y del vino consagrados, realmente presente y vivo en Ella, con toda su Vida, con el fin de formarla en nosotros, en su Iglesia.

La Iglesia celebra esta Fiesta, para dar público testimonio de fe y de adoración al Señor presente entre nosotros con una solemne procesión. La primera procesión del Corpus la hizo la Stma. Virgen en su Visitación a Isabel, llevando en su seno materno al Verbo Encarnado. La finalidad de la Eucaristía es formar la Presencia y la Vida de Jesús en nosotros, hacer de nuestra vida una Misa, una Comunión y una continua procesión del Corpus, llevandolo como María a todos nuestros hermanos.

El pan de harina de trigo (la hostia) y el vino de uva en el cáliz son la “materia” del Sacramento, que en la Misa se transforman en su verdadero Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. De la pequeña hostia y del vino queda sólo el aspecto material o “accidentes” (color, sabor, forma, etc.), lo que nuestros sentidos perciben. Este milagro es llamado “transustanciación”, porque cambia la sustancia, cuando el Sacerdote –es decir, Jesús por medio del Sacerdote– pronuncia las palabras de la Consagración que El dijo en su última Cena: Este es mi Cuerpo”, “Este es el cáliz de mi Sangre”. De esa forma Jesús hace presente de un modo sacramental su Vida entera y el Sacrificio que horas más tarde habría consumado en la Cruz, además de su misma Resurrección.

Eso era la Misa, que siempre es una sola, pero que se hace presente cada vez que se celebra –y por eso se dice “memorial”–  con el fin de implicar a toda la Iglesia, a cada uno de nosotros, en el misterio de su Amor en el que ofrece al Padre el Sacrificio de Sí mismo en nuestro favor.

Pero la Misa, celebrada por el Señor en su última Cena y realizada a continuación sobre el Calvario, tiene un origen eterno: podemos decir que nació como fruto de la “competición” de Amor entre las Divinas Personas, entre el Padre y el Hijo. Jesús, “llegada su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13,1), lo cual significa que su amor al Padre, inseparable del amor a sus hermanos, llegó al extremo del heroismo, “los amó hasta el fin”. De hecho Dios, después de haber “amado tanto al mundo que le dió su Hijo unigénito, para que el que crea en El no muera, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16), ¿qué más podía dar? Y el Hijo, después de que “se anonadó, tomando la condición de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre, se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,7-8), ¿qué más habría podido hacer para superar aún su mismo Amor? Por eso la Misa, que ha nacido eternamente en el centro del Corazón de Dios, en su Voluntad, llega al infinito, es lo máximo que su Amor ha sido capaz de hacer. Por eso digo que el Hijo de Dios se habría encarnado en todo caso, aunque sólo fuera para “celebrar” la Misa como gesto supremo de su Amor. Y esa respuesta de Amor infinito al Padre no quiere darla El solo, sino junto con todo su Cuerpo Místico, ¡quiere que sea respuesta de todos nosotros!

¡Qué lástima, que casi siempre tantos fieles y también tantos celebrantes la reduzcan a una ceremonia, a un rito litúrgico, a una norma, a una costumbre, a un deber, incluso a una obligación porque faltar a ella es pecado grave! ¿Y dónde está el amor? ¿Y dónde está la vida? ¿Dónde está el Señor? En verdad, como El dijo con tanto dolor: “este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí; en vano Me rinden culto, enseñando doctrinas que son preceptos humanos” (Mt 15,8-9)

Por desgracia nuestra atención y nuestro pensamiento en la Misa no saben ir más allá de la “envoltura” ‒digamos‒, más allá de la ceremonia, de la celebración litúrgica, del rito. Es como tener en cuenta sólo los “accidentes” de la Hostia: la forma, el color, lo que perciben los sentidos, sin pensar en la “sustancia”, o sea, a la Realidad oculta bajo esas cosas accidentales, en la Presencia real y viva de Nuestro Señor y en lo que El hace, a su Vida entera, a su Sacrificio, a su Amor, y al por qué lo hace.

Y atención: ese pedacito de pan, esa pequeña Hostia contiene al Señor, pero NO es El, NO es Dios; lo cubre, pero NO ES, así como un vestido NO es la persona que con él se viste. El Señor no se hace pan, no se hace vino, sino que se hace presente y se oculta en ese pan y vino, que una vez consagrados ya no son pan ni vino; del pan y del vino quedan tan sólo “los accidentes”, es decir, el color, el sabor, la forma, pero la Realidad que cubren es el Señor. Y si esos “accidentes” sacramentales de lo que fue pan o de lo que fue vino se alteran o si dejan de tener su finalidad o no pueden ya cumplirla, el Señor se retira, cesa su Presencia Eucarística. Eso es lo que pasa después de recibir la Comunión, al cabo de unos 10 o 15 minutos, cuando de esa Hostia no queda nada, absorbida por el organismo. ¡Qué maravilla de su Amor! Una transfusión de sangre o el trasplante de un órgano son nada en comparación con el Don de Sí que nos hace el Señor, que comparte con nosotros todo, incluso su ADN. No somos nosotros los que lo transformamos, como pasa con los alimentos, sino El es el que nos transforma en Sí, si no le ponemos obstáculo, si no damos vida a nuestro querer humano. ¡Ese es el secreto!

Jesús le dice a la Sierva de Dios Luisa Piccarreta el 27.03.1923: 

“Hija mía, ven a mis brazos y hasta dentro de mi Corazón. Me he cubierto con los velos eucarísticos para no causar temor. He bajado al abismo más profundo de las humillaciones en este Sacramento para elevar a la criatura hasta Mí, identificandola tanto en Mí que forme una sola cosa conmigo, y haciendo que mi sangre sacramental corra en sus venas, ser Yo vida de su palpitar, de su pensar y de todo su ser. Mi amor me devoraba y quería devorar a la criatura en mis llamas, para hacerla renacer como otro Yo. Por eso quise ocultarme bajo estos velos eucarísticos y así escondido entrar en ella, para realizar esa transformación de la criatura en Mí. Pero para que suceda esa transformación se necesitaban las disposiciones por parte de las criaturas, y mi amor, llegando al exceso, al instituir el Sacramento eucarístico preparaba de dentro de mi Divinidad otras gracias, dones, favores, luz, para bien del hombre, para hacerle digno de poder recibirme. Podría decir que preparé tantos bienes que superan los dones de la Creación. Quise primero darle las gracias para poder recibirme y después darme, para darle el verdadero fruto de mi Vida Sacramental. Pero para prevenir con esos dones a las almas, es necesario un poco de vacío de ellas mismas, que odien la culpa, que deseen recibirme. Esos dones no bajan a la podredumbre, al fango; por tanto sin mis dones no tienen verdadera disposición para recibirme, y Yo, al bajar a ellas, no hallo el vacío en el que comunicar mi Vida. Estoy como muerto para ellas y ellas muertas para Mí; Yo ardo y ellas no sienten mis llamas, soy luz y ellas siguen cegadas. ¡Ay, cuántos dolores en mi Vida sacramental! Muchos, por falta de disposiciones, no experimentan ningún bien recibiendome, llegan a nausearme, y si siguen recibiendome es para formar mi continuo calvario y su eterna condenación. Si no es el amor lo que las mueve a recibirme, es una afrenta más que me hacen, es una culpa más que añaden a sus almas. Por eso reza y repara por tantos abusos y sacrilegios que se cometen al recibirme sacramentado.”

Por tanto, la Eucaristía es ante todo el SACRIFICIO de Cristo, su PRESENCIA y la COMUNION que nos ofrece de El. Por nosotros, con nosotros, en nosotros. Lo que Jesús hizo por nosotros lo hace presente,   estando con nosotros, con el fin de vivir y reinar en nosotros, ya que la vida de Jesús se desarrolla (digamos) en tres dimensiones: histórica (por nosotros), eucarística (con nosotros) y mística (en nosotros). En esa pequeña Hostia consagrada Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, está presente con su Encarnación y su Nacimiento, su vida oculta de 30 años y su vida pública, su Pasión y muerte y su Resurrección, con sus enseñanzas y sus milagros, con sus alegrías y sus penas, con su dolor y su infinito Amor.

Por eso el Señor ha dicho: “si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y Yo le resucitaré el último día. Porque la mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en Mí y Yo en él. Como el Padre, que tiene la vida, me ha mandado y Yo vivo por el Padre, así el que come de Mí vivirá por Mí. Este es el pan bajado del cielo, no como el que comieron vuestros padres y murieron. El que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,53-58).

Pero la Comunión, para que produzca esa transformación maravillosa y podamos decir con San Pablo “ya no soy yo que vivo, sino Cristo vive en mí” (Gál 2,20), ha de ser recíproca, porque “a quien todo da todo se le da”. También nosotros debemos darle todo: lo que somos, lo que tenemos, lo que hacemos. Todo por El, con El y en El. Ese es el fin de la Eucaristía: Jesús quiere unirnos así a El, para compartir con nosotros todo el infinito Amor que le une al Padre, El en nosotros y nosotros en El y corresponderle con su mismo Amor, haciendo que encuentre en nosotros otro Sí mismo, otro Jesús.

Que María, Madre de la Eucaristía y Madre nuestra, nos enseñe a amarle y a vivir por El, con El y en El.

La gran fiesta de Pentecostés: ¡ven, Espíritu Santo!

Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo. Pero el Espíritu Santo es el gran Desconocido, entre otras cosas porque no somos capaces de imaginar algo que no puedan percebir nuestros sentidos. Así El se manifiesta por medio de imágenes o bien es representado mediante imágenes: de paloma, o de lenguas de fuego, o de viento, o de agua viva…

Una vez dije a los niños: “pintad el viento”. ¿Cómo es posible? Alguno pintó una bandera que se agitaba en el aire, o el humo de una chimenea, o árboles que se inclinan en una dirección… Es decir, lo indicó mediante los efectos que produce. Esa realidad viva llamada “espíritu” se manifiesta por lo que hace. Nuestro propio espíritu está animando nuestro cuerpo, pero es evidente que una cosa es ver, o comer o sentir calor o frío, y otra es razonar o tomar una decisión: estas cosas las hace nuestro espíritu mediante sus facultades (inteligencia, memoria y voluntad), mientras que las otras las hace nuestro cuerpo con sus sentidos y sus miembros. “El espíritu es el que da vida, la carne no sierve para nada” (Jn 6,63).

Dios nos ha creado a su imagen y El es purísimo Espíritu, un solo Ser, único, indivisible, en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, cuyo nombre indica el Ser Divino. Si el Padre representa la Voluntad de los Tres (lo que es) y el Hijo su Conocimiento o Sabiduría (cómo es), el Espíritu Santo representa su Querer Divino (lo que hace, es decir, el Amor). El Padre es el Amante, el Hijo es el Amado y el Espíritu Santo es el Amor. Un solo Ser y un solo Corazón.

El Espíritu Santo es llamado por Jesús en el Evangelio “el Consolador” (o Paráclito). El es “el Espíritu de la Verdad”, el Maestro interior que nos conduce a la plenitud de la Verdad, es “el Espíritu Creador” que da la vida, el Divino Realizador… Es el Espíritu de unidad, que desea hacer comunión con nuestro espíritu creado, como hace la luz desde el comienzo del día, cuando se funde con la atmósfera y se hacen como una cosa sola, aun siendo cosas tan diferentes la luz y el aire… 

Además de sus imágenes clásicas de la paloma, del viento, del fuego, etc. se podrían pensar otras: el Espíritu Santo sería como la electricidad, que no se ve más que en sus efectos, y al mismo tiempo es “corriente continua” y “corriente alterna” entre el polo positivo y el polo negativo, y crea energía y movimiento, luz y calor, vida. O bien lo expresa el palpitar del corazón o la respiración incesante: “me amas – te amo”… Así, desde el principio de la Creación se ha manifestado como el Divino Realizador, el Espíritu Creador: “…y el Espíritu de Dios soplaba sobre las aguas” (Gén 1,2). El es el que guía o que inspira a los Santos y a los Profetas desde el Antiguo Testamento, pero su obra maestra, su obra suprema es la Encarnación del Verbo, concebido por obra del Espíritu Santo. Después, en el Bautismo de Jesús en el Jordán, sobre El descendió el Espíritu Santo en figura como de paloma, y así lleno de Espíritu Santo y llevado por el Espíritu pudo llevar a cabo su Vida pública y la obra de la Redención. Lo mismo desea hacer en nosotros si se lo permetimos: concebir a Jesús en nosotros, llenarnos y guiarnos como hizo con El.

En la última Cena Jesús dijo: “Os conviene queYo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Consolador; pero cuando me haya ido, os lo enviaré. Y cuando venga, argüirá al mundo del pecado, de la justicia y del juicio. Del pecado, porque no creen en Mí; de la justicia, porque voy al Padre y no me veréis más; y del juicio, porque el príncipe de este mundo ya está juzgado. Muchas cosas tengo aún que deciros, mas por ahora no sois capaces de recibirlas. Pero cuando venga el Espíritu de la Verdad, El os guiará a la verdad completa, porque no hablará por su cuenta, sino que dirá todo lo que habrá oido y os anunciará las cosas que vendrán. El me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por esto he dicho que tomará de lo mío y os lo dará a conocer” (Jn 16,7-15).

Cuando me haya ido, os enviaré al Consolador”, dijo Jesús, no para sustituirle, sino para formar su Vida en nosotros y transformarnos en El. Por eso, el Señor Resucitado ha dado el Espíritu Santo como el fruto inmediato    de la Redención a sus discípulos, cuando se les apareció: “sopló sobre ellos y dijo «Recibid el Espíritu Santo»” (Jn 20,22), con el fin de darles su Vida y formarla en ellos, porque el Señor no se contenta con estar con nosotros,     sino que quiere vivir en nosotros.

Por eso, después de la Ascensión del Señor al Cielo, cuando llegó el día    de Pentecostés el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos reunidos, para llenar el gran vacío dejado por la ausencia visible del Señor en su corazón y los transformó: de débiles e inseguros les llenó de valor, de ignorantes que eran les llenó de Sabiduría, y de frágiles en la fidelidad y pobres en su afecto humano se llenaron del Amor divino, listos para dar la vida por el Señor y para dar a todos la Vida del Señor. 

Jesús había llevado a cabo su misión, su Pascua personal, pasando del mundo al Padre; por tanto debía de empezar entonces la de sus discípulos, el camino de su Iglesia, la misión de llevar la Redención al mundo entero y conducirlo con Jesús al Padre. Con esa finalidad, para poder realizar nuestra misión ha enviado al Espíritu Santo, “Alma de la Iglesia”. El es el que en la Santa Misa hace el milagro de la Consagración del pan y del vino, convirtiendolos en Jesucristo vivo y realmente presente bajo sus apariencias     o “accidentes”. Y El es el que ha de realizar un milagro aún más grande: así como en la Encarnación Jesús “se revistió” de nosotros, haciendo suya la vida de cada uno de nosotros, nuestras culpas y nuestras penas, así ahora el Espíritu Santo quiere llevar a cabo el gran milagro de “revestirnos” de Jesús, como dice San Pablo  (Gál 3,27; Col 3,10.12).

Y como Jesús vino al mundo por medio de María, así el Espíritu Santo viene a nosotros por medio de Ella, su Inmaculada Esposa. Pues de hecho, el día de Pentecostés, el Espíritu Santo no tuvo que venir desde muy lejos para darse a los Apóstoles: en medio de ellos estaba María, la Llena de Gracia, y podemos decir que de Ella “se desbordó” para derramarse sobre sus hijos, colmandolos a su vez de toda la Gracia necesaria para llevar a cabo su misión, para santificarse y santificar. Por tanto, nada hace el Espíritu Santo sin María. Y sólo cuando la Iglesia comprenderá el papel de María y su misión indispensable como Madre de la Iglesia, entonces el Espíritu Santo se derramará de un modo nuevo en ella, vivificandola con el don supremo de su Querer. Se cumplirá por fin la profecía de Ezequiel, 37:

“La mano del Señor fue sobre mí y el Señor me sacó en espíritu y me puso en la llanura que estaba llena de huesos; me hizo pasar entre ellos en todas direcciones. Vi que eran en número grandísimo sobre la extensión del llano y del todo secos. Me dijo: «Hijo del hombre, ¿podrán revivir estos huesos?». Yo dije: «Señor Dios, tú lo sabes». Y El me dijo: «Profetiza sobre estos huesos y diles: Huesos áridos, escuchad la palabra del Señor. Dice el Señor Dios a estos huesos: He aquí que haré entrar el espíritu en vosotros y viviréis. Os cubriré de nervios, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré el espíritu y viviréis y sabréis que Yo Soy el Señor». Yo profeticé como se me había ordenado; mientras yo profetizaba, sentí un ruido y vi un movimiento entre los huesos, que se unían unos a otros, cada uno a su correspondiente. Miré y vi que estaban recubiertos de nervios, la carne crecía y la piel los recubría, pero no había espíritu en ellos. El me dijo: «Profetiza al Espíritu, profetiza, hijo del hombre, y dí al Espíritu: Dice el Señor Dios: Espíritu, ven de los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos para que vivan». Yo profeticé como me había ordenado y el Espíritu entró en ellos; volvieron a la vida y se pusieron de pie; era un ejército grande, inmenso. Me dijo: «Hijo del hombre, estos huesos son toda la casa de Israel. Ellos van diciendo: nuestros huesos se han secado, nuestra esperanza se ha desvanecido, todo se ha acabado para nosotros. Por eso profetiza y diles: Así dice el Señor Dios: He aquí que abro vuestros sepulcros, os resucito de vuestras tumbas, o pueblo mío, y os conduzco de nuevo al pais de Israel. Reconoceréis que Yo Soy el Señor, cuando abra vuestras tumbas y os resucite de vuestros sepulcros, oh pueblo mío. Infundiré mi Espíritu en vosotros y viviréis; os haré descansar en vuestro suelo; sabréis que Yo Soy el Señor. Lo he dicho y lo haré». Oráculo del Señor Dios.”

Invoquémoslo cada día desde el principio, pidiendole al Señor que nos lo envíe por medio de María, y tras renovar nuestra personal consagración diaria como Jesús y con El a nuestra Madre Celestial, para renovar en nosotros la imagen y la semejanza de la Stma. Trinidad, digámosle por ejemplo:

“Oh Santo, Divino Espíritu: purifícame, reordéname, lléname, santifícame, sustitúyeme, transfórmame, transustánciame, conságrame, divinízame”. Toma plena posesión de mi ser, de mi persona, de mi vida; ‒ de lo que soy, de lo que tengo, de lo que hago; ‒ de mi espíritu, de mi alma, de mi cuerpo; ‒ de mis facultades, de mis sentidos, de mis miembros; ‒ de mi voluntad, de mi inteligencia, de mi memoria; ‒ de mi mente, de mi corazón, de mi respiro; ‒ de todos mis pensamientos, de todas mis palabras, de todas mis obras; ‒ de mi mirada, de mi atención, de mi voz; ‒ de mis movimientos, de mis acciones, de mis pasos; ‒ del trabajo, del cansancio, del descanso; ‒ de mis sentimientos, de las penas, de las alegrías; ‒ de mi oración, de la Santa Misa, de los Sacramentos que reciba; ‒ de mi pasado, de mi presente, de mi futuro. ‒ Sé Tú el protagonista de mi vida entera, de mi “paso a la otra orilla” y de mi eternidad, para convertir todo en alabanza perfecta y universal de tu Gloria, en vida de  tu Vida, en triunfo de tu Querer y de tu Amor. Amén.

¡Que así sea para nosotros una continua fiesta de Pentecostés!

Salvados por la Cruz

Dice San Pablo: “Me alegro de mis tribulaciones por vosotros y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en su Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). Recordemos el Evangelio: después de que Pedro dijo en nombre de todos “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”, Jesús empezó a decir abiertamente a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y sufrir mucho y ser muerto y resucitar al tercer día. Fué entonces cuando Pedro lo llevó aparte y empezó a decirle: «No quiera Dios, Señor, que eso suceda». Pero El, volviendose, dijo a Pedro: ¡Apártate de mí, satanás! ¡Tú me sirves de escándalo, porque no piensas como Dios, sino como los hombres!. ¡Qué diferente resulta la Cruz, si se mira con ojos humanos o con ojos divinos!   

Pedro quería salvar a Jesús de la cruz, mientras que Jesús quería salvar a Pedro y a todos nosotros por medio de la cruz. Para Pedro y para todos nosotros, si no pensamos según Dios sino según el mundo, la cruz representa la suma de todos los males, el máximo sufrimiento, la muerte.

Sentimos la aversión al sufrimiento, porque no es de la naturaleza humana. “Dios no ha creado la muerte y no se alegra de la ruina de los vivientes, porque El ha creado todo para la existencia” (Sab 1,13-14), “Dios ha creado al hombre para la inmortalidad, lo hizo a imagen de su propia naturaleza. Pero por envidia del demonio entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen” (Sab 2,23-24). Por el hecho de que Dios nos ama, ha aceptado el riesgo de no ser correspondido y así el amor da espacio al dolor. En la medida que se ama se sufre. Y puesto que el hombre ha pecado, es inevitable encontrar el sufrimiento. Por eso Jesús le dice a Luisa:

“Hija mía, la cruz es un fruto espinoso, que por fuera es molesto y punzante, pero quitando las espinas y la corteza, se encuentra un fruto precioso y gustoso, y sólo quien tiene la paciencia de soportar las molestias de las espinas, puede llegar a descubrir el secreto de la preciosidad y el sabor de ese fruto; y sólo quien ha llegado a descubrir ese secreto, lo mira con amor y con avidez lo va buscando, sin preocuparse de las espinas, mientras que todos los demás lo miran con desprecio y lo rechazan” (Vol. 7°, 9-5-1907)

Por eso el Señor dijo a sus discípulos: “El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz  de cada día y me siga” (Lc 9,23). “Tome su cruz de cada día”: ¡quién sabe qué cara habrán puesto los que le escuchaban! Todos sabían lo que era la cruz, el instrumento más cruel e infame con el que los romanos ajusticiaban a los condenados. ¿Qué habrán pensado? ¿Qué pensamos nosotros?

Nosotros pensamos a cuánto habrá sufrido Jesús en su Pasión, y así pensamos a todo lo que es una situación dolorosa… ¿Pero cómo lo ve Jesús? Y luego, “tomarla cada día”. El Señor la ha tomado desde el primer día, desde que se encarnó. Es verdad, desde entonces empezó su Pasión, la Redención. Por tanto, la cruz no es sólo  una cosa hecha con dos troncos o dos vigas… ¿Cómo se puede explicar?

Sin duda, la cruz está formada por dos maderos contrapuestos, cruzados. El pensamiento va a aquellos dos misteriosos árboles que estaban en medio del paraíso terrenal, “el árbol de la vida” y el “del conocimiento del bien y del mal”, del cual el hombre no debía comer. Representan, el primero la Voluntad de Dios y el segundo la voluntad del hombre. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, tiene una Voluntad Divina (la Voluntad del Padre) y una voluntad humana, perfectamente unidas, identificadas en un solo Querer Divino-humano. Cuando la voluntad humana y la Divina se oponen, una forma la cruz de la otra.

Jesús santificó la cruz, no al contrario; por eso no es la cruz la que santifica, sino la conformidad con la Voluntad de Dios, la cual forma así la verdadera y completa crucifixión (Vol. 11°, 18-11-1913). Si desde el primer momento de su vida ha sufrido la Pasión es porque nos llevaba en El a todos nosotros, a la entera humanidad, y con ella a todos los pecados del mundo. Ha encontrado por eso contrapuestas las dos voluntades, en forma de cruz y de recíproco dolor. Pero para El, la Cruz en la que desde la Encarnación se ha recostado y ha vivido en plácido abandono son los brazos del Padre, infinitamente bueno y amado. Esa es la Cruz que no da muerte, sino Vida, que no hemos de llevar nosotros arrastrandola, sino dejarnos llevar en brazos por Ella, que nos vacía de nosotros mismos y nos llena de El, para que ese vacío de bien y de vida, que es el sufrir, sucesivamente pueda ser llenado precisamente del Bien y de la Vida de Jesús.

No hay nadie que no haya de pasar a través del sufrimiento, ¿pero hacia dónde? La méta, el fruto de la Cruz depende de lo que cada uno quiere, y aquí interviene la Fe. En el Calvario había tres cruces, y las tres de dolor. Además de la Cruz de Cristo, que por amor nos redime y nos salva, estaba la del “buen ladrón”, que es la del arrepentimiento y de la fe en El, que lleva a la salvación y a la Vida, y una tercera cruz, la del otro ladrón, que muere en su desesperación y que de nada le sirve.  Todos estabamos ahí, en una de las tres.  Por eso ‒dice Jesús‒

“la Cruz dispone al alma a la paciencia. La Cruz abre el Cielo y une Cielo y tierra, o sea, a Dios y al alma. La virtud de la Cruz es potente y, cuando entra en un alma, no sólo tiene el poder de quitar la herrumbre de todas las cosas terrenas, sino que le da el aburrimiento, el fastidio, el desprecio de las cosas de la tierra,  mientras que le da de nuevo el sabor, el gusto de las cosas del Cielo, pero pocos reconocen el poder de la Cruz y por eso la desprecian” (Vol. 2°, 16-5-1899). “La Cruz es la que revela Dios al alma y hace conocer si el alma es de verdad de Dios. Se puede decir que la Cruz descubre todo lo más íntimo del alma y revela a Dios y a los hombres quien es ella” (Vol. 4°, 8-3-1901)

No debemos extrañarnos o escandalizarnos de los sufrimientos y pruebas del momento presente, porque, como dice San Pablo, “el momentáneo, ligero peso de nuestra tribulación, nos prepara una gloria sin medida y eterna, porque no ponemos la mirada en las cosas visibles, sino en las invisibles. Las cosas visibles son de un momento, las invisibles son eternas” (2a Cor 4,17-18). A los misterios gloriosos se llega sólo después de los dolorosos.       “Es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios, decían los Apóstoles, animando a los discípulos y exortandoles a perseverar firmes en la fe” (Hechos, 14,22).

San Pablo ha hablado “de los padecimientos de Cristo en su Cuerpo que es la Iglesia”, porque ella debe reproducir o vivir en su conjunto y en su historia toda la vida personal histórica de Jesucristo. Y así hemos llegado al tiempo de su Pasión. Lo vemos anunciado proféticamente en el primer capítulo del 3° Volumen de Luisa:

«Encontrandome en mi habitual estado, me he hallado fuera de mí misma, en una iglesia en la que un sacerdote celebraba el divino Sacrificio, y mientras celebraba lloraba amargamente y decía: “¡La columna de mi Iglesia no tiene en qué apoyarse!” Al decir eso he visto una columna, cuya cima tocaba el cielo, y debajo de esa columna había sacerdotes, obispos, cardenales y todos los demás dignatarios que sostenían dicha columna; pero, con sorpresa, al mirar he visto que de esas personas, uno era muy débil, otro medio marchito, otro enfermo, otro lleno de fango; poquísimos eran los que estaban en condiciones de sostenerla, de manera que esa pobre columna, por tantas sacudidas que recibía desde abajo, vacilaba sin poder estar firme. En lo alto de esa columna estaba el Santo Padre, que con cadenas de oro y con los rayos que mandaba de toda su persona, hacía todo lo posible por sostenerla, por sujetar e iluminar a las personas que estaban debajo, si bien alguna se le escapara para poder marchitarse y enfangarse más cómodamente, y no sólo, sino para sujetar e iluminar todo el mundo.

Mientras veía eso, el sacerdote que celebraba la Misa (tengo duda de si era un sacerdote o bien Nuestro Señor, pero por su habla era Jesús; no lo sé decir seguro), me ha llamado a su lado y me ha dicho: “Hija mía, ves en qué estado deplorable se halla mi Iglesia: las mismas personas que deberían sostenerla fallan y con sus obras la derriban, la golpean y llegan a denigrarla. El único remedio es que haga derramar tanta sangre, que forme un baño para poder lavar ese fango podrido y sanar sus llagas profundas, para que sanadas, reforzadas, embellecidas por esa sangre, puedan ser instrumentos capaces de mantenerla estable y firme” (…)

Después de eso, he visto la sangrienta matanza que se hacía de esas personas que estaban debajo de la columna. ¡Qué horrible catástrofe! ¡Escasísimo era el número de los que no eran víctimas! Llegaban a tanto atrevimiento, que intentaban matar al Santo Padre [y lo hemos visto]. Pero luego parecía que esa sangre derramada, esas ensangrentadas víctimas destrozadas eran medios para hacer fuertes a los que quedaban, de modo que sostuvieran la columna, sin dejar que vacilara más. ¡Oh, qué días felices! Después de eso venían días de triunfo y de paz; la faz de la tierra se veía renovada, la columna recibía su primitivo lustro y esplendor. ¡Oh días felices, desde lejos yo os saludo, que tanta gloria daréis a mi Iglesia y tanto honor a ese Dios que es su Cabeza!»

Concluyamos con este otro capítulo del 4° Volumen (2-9-1901):

«Esta mañana mi adorable Jesús se mostraba unido al Santo Padre y parecía decirle: “Las cosas sufridas hasta ahora no son más que todo lo que Yo pasé desde el principio de mi Pasión hasta que fui condenado a muerte. Hijo mío, no te queda más que llevar la cruz al Calvario”. Y mientras decía eso, parecía que el bendito Señor tomase la cruz y la pusiera sobre el hombro del Santo Padre, ayudandole El mismo a llevarla.

Ahora bien, mientras hacía eso, ha añadido: “Mi Iglesia parece que esté como moribunda, en particular en su aspecto social, y con ansia esperan el grito de muerte. Pero ánimo, hijo mío; después de que hayas llegado al monte, cuando la cruz será levantada, todos se sacudirán y la Iglesia dejará el aspecto de moribunda y   adquirirá de nuevo su pleno vigor. Sólo la cruz será el medio, y así como sólo la cruz fue el único medio para llenar el vacío que el pecado había creado y para colmar el abismo de distancia infinita que había entre Dios y el hombre, así en estos tiempos sólo la cruz hará que mi Iglesia levante con valor la frente resplandeciente, para confundir y poner en fuga a los enemigos”.

Añado (para que el que pueda entender que entienda) que este texto recuerda de un modo extraordinario “la visión” profética y simbólica publicada del “Secreto de Fátima”. El que pueda, que lo lea y compare… y comprenda a qué “Santo Padre” se refiere.

Uno en todos y todos en Uno

Todos formamos parte de una sola Creación, por lo cual estamos vinculados de mil formas con el Creador y con todas las criaturas, con el Padre Divino y con nuestro prójimo: como vasos comunicantes, ya dijimos. Por eso, “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primero de  los mandamientos. Y el segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 37-40).

El amor debe tener dos dimensiones: hacia Dios y hacia el prójimo. Creandonos a Su imagen, Dios nos ha dado una dimensión personal, única, vertical, y una dimensión social, comunitaria, horizontal.

Por la primera, somos responsables ante Dios de nuestra conducta y nuestra vida, con El somos “co-creadores” de nosotros mismos. Esta dimensión personal nos hace ser cada uno de nosotros único e irrepetible ante Dios. Se desarrolla en la relación entre la Gracia divina y la correspondencia humana: de Dios parte la iniciativa en cada cosa (primero El nos ha amado), mientras que la respuesta fiel depende de nosotros.  

Esta dimensión es evidente: si yo como no es otro el que hace la digestión. Cada uno ha venido al mundo como si fuera el único, él solo, y se irá él solo. Y si tuviera a su alrededor a quinientos amigos que le quieren mucho, nada podrán añadirle ni quitarle, nada podrán hacer por él. Cada uno de nosotros es único y solo ante Dios, al cual solamente pertenece.

La segunda dimensión es igualmente evidente: Dios ha dispuesto que su Providencia, su Sabiduría y su Amor a nosotros pase a través de tantas criaturas, en primer lugar nuestros padres, por medio de los cuales nos ha traido al mundo, y que nuestra vida y nuestra conducta ‒nuestra respuesta‒ repercuta en tantas otras criaturas. Dios ha querido que dependamos de tantos y que tantos dependan de nosotros.

Ambas dimensiones corresponden a dos fuerzas que integran todo en el Universo creado: la fuerza centrípeta y la fuerza centrífuga. Juntas forman la señal de la cruz: vertical la primera, horizontal la segunda. Y deben estar en equilibrio, no debe prevalecer una sobre la otra para no crear desorden y dolor. En la sociedad, el prevalecer la primera lleva a ese individualismo egocéntrico y egoista del liberalismo capitalista; el prevalecer la segunda ha producido el socialismo y el comunismo que anula a la persona y la reduce a un número.

“Un solo Cuerpo, un solo Espíritu, como una sola es la esperanza a la cual habéis sido llamados, la de vuestra vocación; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios Padre de todos, que está por encima de todos, obra por medio de todos y está presente en todos” (Ef 4,4-6). “Como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y los miembros no tienen todos la misma función, así también nosotros, aun siendo muchos, somos un solo Cuerpo en Cristo y cada uno por su parte somos miembros los unos de los otros. Tenemos por tanto dones diferentes, conforme a la gracia dada a cada uno de nosotros” (Rom 12,4-6).

Dios es Uno solo y a la vez es Tres Personas: conforme al modelo de Sí mismo nos ha creado. Jesús ha dicho: “El que me ve a Mí ve al Padre” (Jn 14,9) y como en Dios el Hijo es la Imágen increada y perfecta del Padre, es su Expresión, Luz de Luz, el Concepto perfectísimo que tiene de Sí mismo, y el Hijo es en el seno del Padre un unico Ser con El, de la misma forma, el Padre quiere ver a su Hijo en cada uno de nosotros, como en el Hijo nos ve a todos sus hijos, más aún, en El ve a toda la Creación.  

Dios ha querido que cada uno de nosotros sea una imagen suya creada, especial, como un espejito delante del Sol que es El. Ha querido que seamos como espejos los unos para los otros y así Dios, mirandonos, en cada uno de nosotros quiere no sólo verse El mismo, sino a todos sus otros hijos y a todas las criaturas. En nuestra respuesta de amor desea hallar la respuesta de amor de todas sus criaturas. Para eso sirve el “girar” o “pasear” en sus obras. Este misterio se llama “la Comunión de los Santos” y ha de ser la realización de su Reino. Por eso hemos de ser, queremos ser respuesta de amor al Amor de Dios, en nombre de todos y de todas las criaturas, de todo lo Creado, voz de todos y de todas las cosas, adoración, alabanza y bendición, gratitud y amor de todos y en todo. Todos somos canales de comunicación, los unos para los otros, por medio de los cuales Dios quiere hacer circular su Amor y su Vida.

“Uno para todos, todos para uno”, o mejor aún, “uno en todos y todos en uno”. Dios es unidad y todo lo que hace en su Querer, un solo Acto eterno, tiene la unidad en la diversidad, la unidad que es fruto del amor.

Por el contrario, el enemigo de la unidad es el diablo (“aquel que divide”) y todo lo que es discordia, oposición, rivalidad, violencia, demuestra lo suyo, que es la división, fruto del odio. Y tras haber provocado toda clase de divisiones entre los hombres, para que se enfrenten y se destruyan de mil maneras, ahora quiere que formen una unidad a su gusto, en la que toda diversidad desaparezca. Su lema es “solve et coagula”, o sea, disuelve o destruye para luego crear otra clase de unidad, y a ese proyecto lo llama “nuevo orden mundial”, para suplantar a Dios.

Toda esa actividad halla buen juego por la tendencia de los hombres a la rivalidad, a ser siempre hínchas o forofos por alguien o por algo, a formar partidos en oposición entre ellos (“nosotros sí, ellos no”, “nosotros los buenos, ellos los malos”, “nosotros tenemos derecho, ellos no”), y también por la tendencia a seguir a uno que vaya por delante, y todos los demás le siguen, sin tener que esforzarse o que pensar, sin comprometerse, sin hacerse responsables. Es decir, si acción se apoya en el egoismo humano, que es lo contrario del amor.

Decir que “Dios es Amor” es como decir que “Dios es Comunión”: “El Padre y Yo somos una sola cosa” (Jn 10,13) “Creedme: Yo soy en el Padre y el Padre es en Mí” (Jn 14,11) “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío” (Jn 17,10). Por eso las Tres Divinas Personas son inseparables: un solo Ser, una sola Voluntad, una sola Vida. En Ellos está la verdadera “Comunión de los Santos”, en la cual nos llaman a participar, habiendonos creado a imagen de Dios, para vivir a su semejanza, en comunión con El y entre nosotros:

“No pido sólo por estos, sino también por aquellos que por su palabra creerán en Mí, para que todos sean una sola cosa. Como Tú, Padre, eres en Mí y Yo en Tí, que también ellos sean en Nosotros una cosa sola, para que el mundo crea que Tú me has mandado. Y la gloria que Tú me has dado, Yo se la he dado a ellos, para que sean como Nosotros una cosa sola. Yo en ellos y Tú en Mí, para que sean perfectos en la unidad y el mundo sepa que Tú me has mandado y los has amado como me amas a Mí. Padre, quiero que también estos que me has dado estén conmigo donde estoy Yo, para que contemplen mi gloria, la que Tú me has dado; porque me has amado antes de la creación del mundo”  (Jn 17,20-24).

Esta dimensión comunitaria del hombre es parte esencial de nuestra vida: todo lo que somos lo recibimos por medio de otros, a partir de la existencia, que Dios nos ha dado por medio de nuestros padres), y todo lo que el hombre hace tiene siempre consecuencias para él y para los demás. Estas múltiples relaciones de interdependencia y de recíproca pertenencia que Dios ha querido establecer con nosotros y entre nosotros, regulan también por entero la obra de la Creación. No es casual que Universo signifique “hacia el Uno”.

Nuestro comportamiento repercute necesariamente en los demás, empezando por el pecado “personal” de Adán: con consecuencias catastróficas para toda su descendencia, toda la humanidad, y también para la entera obra de la Creación. “La Creación misma está esperando con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios; pues ha sido sometida a la caducidad –no por su voluntad, sino por voluntad de aquel que la ha sometido– y espera ser también ella liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues bien sabemos que toda la Creación gime y sufre hasta hoy con dolores de parto” (Rom 8,19-22).

El pecado del hombre ha condicionado incluso la manera de realizarse el eterno Proyecto de Dios:

“¿Quién puede decirte, hija mía, cuánto mal puede hacer una criatura cuando llega a sustraerse a la Voluntad de su Creador? Ves, bastó un acto de separación del primer hombre de nuestra Voluntad Divina, que llegó a cambiar la suerte de las humanas generaciones, y non sólo, sino la misma suerte de nuestra Divina Voluntad (…). Yo debía venir a encontrar al hombre felíz, santo y con la plenitud de los bienes con que lo había creado. Por el contrario, cambió nuestra suerte, porque quiso hacer su voluntad, y estando decretado que Yo debía bajar a la tierra −y cuando la Divinidad decreta no hay quien la cambie−, cambié sólo el modo y el aspecto, y descendí en una condición humildísima, pobre, sin ninguna gloria, en el sufrimiento, llorando y cargado con todas las miserias y penas del hombre. (…) Si el hombre no hubiese pecado, si no se hubiera separado de mi Divina Voluntad, Yo habría venido al mundo, ¿pero sabes cómo? Lleno de majestad, como cuando resucité de la muerte…” (Vol. 25°, 31 Marzo 1929).

El pecado tiene siempre malas consecuencias y repercute en tantas otras criaturas “hasta la tercera y la cuarta generación, para aquellos que me odian –dice el Señor –, mientras que demuestro mi favor hasta mil generaciones, para aquellos que me aman y observan mis mandamientos” (cfr. Exodo 20,5-6).

Lo mismo se puede decir de los pecados “de omisión”, el no hacer la Voluntad de Dios en lo que nos pide que hagamos: por ejemplo, pensemos al vacío que habría habido en la Iglesia, si los Santos hubieran hecho como aquel “jóven rico” del evangelio, si no hubieran correspondido a su vocación. ¡Cuántas almas no se habrían santificado, y no sólo, cuántas se habrían perdido, y cuánta gloria y felicidad de menos habría habido en el Cielo!

Si alguien “contamina el ambiente”, aunque lo demás no lo hayan contaminado, todos sufren el daño, y lo mismo si alguien lo purifica: el beneficio es para todos. Nuestras acciones (hasta las más personales y secretas) tienen siempre consecuencias buenas o malas para nosotros y para muchas otras personas, porque Dios nos ha creado ‒lo repetimos‒ con una dimensión personal y con una dimensión “social”, es decir, dependiendo unos de otros. Por eso, al amor total que le debemos a Dios se une el amor al prójimo, como prueaba del amor a Dios. “Nosotros amamos, porque El nos ha amado primero. Si uno dijera: «Yo amo a Dios», y odiase a su hermano, es un mentiroso. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Ese es el mandamiento que nos ha dado: que el que ama a Dios, ame también a su hermano” (1a Jn 4,19-21).

En cuanto criaturas somos miembros de un mismo cuerpo que es la Creación; en cuanto seres humanos somos miembros de un mismo cuerpo que es la humanidad; y en cuanto hijos de Dios somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Por eso, en estos tres “niveles” –evitemos el equívoco de confundirlos– todo lo que hacemos de bien o de mal tiene consecuencias para todo el cuerpo, así como Dios nos da todo por medio de los demás, tanto en las cosas materiales como en las cosas espirituales (por ejemplo, las gracias que Dios nos da, alguien las ha obtenido para nosotros, así como nosotros debemos obtenerlas para otros).

Los sufrimientos del momento presente

“Los sufrimientos del momento presente no se pueden comparar con la gloria futura que será revelada en nosotros”, nos dice San Pablo (Rom. 8,18). Y dice: “Me alegro de los padecimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en su Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). Sólamente a la luz de la Fe y contemplando todo el dolor de Jesús, consecuencia de su infinito Amor, podemos empezar a comprender qué sentido tiene el sufrir, de dónde viene, para qué sirve, cómo debemos tratarlo y qué hemos de hacer cuando llega a nuestra vida como una tempestad y no podemos evitarlo.

Nuestra emotividad debe ceder el puesto a la Fe. Nos preguntábamos la vez pasada: ¿por qué el dolor, especialmente el de los inocentes? ¿Por qué las enfermedades? ¿Por qué las calamidades naturales? ¿Por qué la violencia, los abusos, las injusticias, el hambre en el mundo, las guerras? ¡Cuántas cosas espantosas! ¿Y el sentirnos abandonados, las desilusiones, las angustias, los miedos? ¿Pero cómo es posible? ¿De dónde vienen? La fuente del bien y del mal ‒ “el árbol del conocimiento del bien y del mal” ‒ está en nosotros, del corazón sale todo lo que mancha al hombre y le hace sufrir (Mt 15,19).

Dios no quiere el mal, el sufrir, es lógico, pero lo permite en la medida que sirve, si no, no lo permitiría. Y eso es en vista del fruto positivo, importante, necesario, que debe producir. En esta vida no nos pide que lo entendamos, sino que le digamos que sí y con plena confianza y abandono creamos en su Amor.

Es paradójico constatar come la vida es un continuo morir, un tenernos que desprendernos por fuerza de tantas cosas, de las criaturas, de personas…, de nosotros mismos, mientras que la muerte (el final de esta vida) es para entrar en la verdadera Vida. “El que quiera salvar su propria vida la perderá, pero el que la pierda la salvará” (Lc 17,33). Perderla ante todo de vista, porque si no, cuando llega la tribulación se empieza a hundir en un agujero negro cada vez más profundo y resbaloso, obsesivo, paranoico: el propio “yo”. Es necesario mirar siempre a lo alto, mirar al Señor, lo repito: “decirle que sí y con plena confianza y abandono creer en su Amor” ¡Eso es lo que hay que hacer!

Pero en este momento las pruebas de todo tipo y las tribulaciones parece que aumentan sin medida, porque nunca se ha pecado como ahora y crece la locura del rechazo y de la rebelión contrao Dios. Por eso el Señor ha dicho: “como relámpago fulgura desde un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su día. Pero antes ha de padecer muchos y ser reprobado por esta generación. Como sucedió en los días de Noé, así será en los días del Hijo del hombre: comían y bebían, tomaban mujer los hombres y las mujeres marido, hasta el día en que Noé entró en el arca y vino el diluvio y los hizo perecer a todos. Lo mismo en los días de Lot: comían y bebían, compraban y vendían, plantaban y construían; pero el día en que Lot salió de Sodoma llovió del cielo fuego y azufre que los hizo perecer a todos. Así será el día en que el Hijo del hombre si revele” (Lc 17,24-30). “Así será”: es tajante el Señor. Y el tempo en que vivimos es peor que el del Diluvio, peor que Sodoma y Gomorra. El nivel del pecado hace crecer el nivel de los sufrimientos. Estamos entrando en el tiempo de la “gran tribulación” anunciada por el Apocalipsis, “porque el diablo se ha precipitado sobre la tierra y el mar lleno de gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo” (Apoc. 12,12).

Las calumnias, los contrastes y las tribulaciones sirven para liberar al hombre de sus apegos, de sus ídolos, para abrirle los ojos y hacerle que vuelva a Dios, al fin para el que fue creado. Y Luisa escribe:

«Encontrandome en mi habitual estado, me sentía toda oprimida y con temor de persecuciones, contrastes, calumnias, y no sólo yo, que de mí no me preocupo porque soy una pobre criatura que no vale nada, sino el Confesor con otros sacerdotes. Y me sentía oprimido el corazón por ese peso, sin poder hallar paz.

Entonces ha venido mi adorable Jesús, diciendome: “Hija mía, ¿por qué estás turbada e inquieta perdiendo el tiempo? Para tus cosas no pasa nada, y luego todo es providencia divina, que permite las calumnias, las persecuciones, los contrastes, para justificar al hombre y hacerle volver a la unión con el Creador, él solo, sin apoyos humanos, como salió al ser creado. Y es que al hombre, por más que sea bueno y santo, siempre le queda alguna cosa de espíritu humano en su interior; como también en su exterior no es perfectamente libre, siempre tiene algo de humano en lo que espera, confía y se apoya y de lo que quiere recibir estima y respeto. Déja que venga un poco el viento de las calumnias, persecuciones y contrastes: oh, qué granizada destructora recibe el espíritu humano, porque el hombre, viendose combatido, mal visto, despreciado por las criaturas, ya no encuentra satisfacción entre ellas; más aún, le faltan todas juntas: ayudas, apoyos, confianza y estima, y si antes iba en búsqueda de esas cosas, después él mismo las evita, porque donde quiera que mire no halla más que amarguras y espinas. Por tanto, reducido a ese estado se queda solo, y el hombre no puede estar, ni ha sido creado para estar solo. ¿Qué hará el pobrecillo? Se dirigirá del todo, sin la mínima duda, a su centro, a Dios. Dios se dará todo a él y el hombre se dará todo a Dios, aplicando su inteligencia a conocerlo, su memoria a recordarse de Dios y de sus beneficios, y su voluntad a amarlo. Así, hija mía, estará justificado, santificado y rehecho en su alma su el fin para el que fue creado. Y aunque luego tenga que tratar con las criaturas y le ofrezcan ayudas, apoyos, estima, lo recibirá con indiferencia, conociendo por experiencia lo que soo; y si se sirve, lo hace sólo cuando ve en ello el honor y la gloria de Dios, quedando siempre sólo Dios y él”.» (Vol. 4°, 26.12.1902)

“Hija mía, la naturaleza es llevada por una fuerza irresistible a la felicidad, pero con razón, porque ha sido hecha para ser felíz, con una felicidad divina y eterna. Pero con gran daño suyo se va apegando, uno a un gusto, otro a dos, otro a tres y otro a cuatro, y el resto de su naturaleza queda vacío y sin gusto, o bien amargada, molesta y disgustada, porque los gustos humanos y también los gustos santos, pero meclados con un poco de humano, no tienen la fuerza de absorber a toda la naturaleza y llenarla toda de gusto. Y más que Yo voy amargando esos gustos para poder darle todos mis gustos, que siendo innumerables, tienen la fuerza de absorber toda la naturaleza en el gusto. ¿Puede haber amor más grande, que para darle lo más le quito lo poco y para darle el todo le quito el nada? Y sin embargo este modo mío de obrar las criaturas lo toman a mal”   (Vol. 11°, 20.04.1912)

Por consiguiente, el dolor no sirve sólo para purificarnos, para liberarnos, sino para hacer que crezcamos en el verdadero Amor, en la unión con el Señor. Y aquí se ve una segunda paradoja: que con Jesús y con su Amor, el dolor produce la alegría, como dice San Pablo: “Sobreabundo de alegría en nuestras tribulaciones” (2a Cor. 7,4). Porque la unión con el Señor cubre todo y colma todo deseo de felicidad. “Tanto es el bien que yo espero, que toda pena es consuelo”, decía San Francisco de Asís.

Y San Pedro: “Carísimos, no os extrañe el incendio de persecución que se ha encendido entre vosotros para vuestra prueba, como si fuera una cosa extraordinaria, sino que en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, alegraos para que también en la revelación de su gloria podáis alegraros y exultéis. Bienaventurados vosotros, si por el nombre de Cristo sois ultrajados, porque el Espíritu de la gloria, el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros. Que ninguno tenga que sufrir por homicida, por ladrón, por malhechor o por delator, pero si sufre como cristiano, no se avergüence, sino glorifique a Dios por este nombre” (1a Pe 4,12-16).

Recordemos tantas luces que el Señor nos ha ofrecido en estos encuentros: “Mi sufrimiento es llavecita de oro: pequeña, sí, pero me abre un gran tesoro. Es cruz mía, pero es cruz del Señor: si la abrazo siento sólo su Amor.…” Y entonces nuestro sufrir, que a veces puede parecer algo insuperable, que ya no podemos más, en realidad es como una gota de agua… de ese mar que Jesús lleva en su Corazón. Y mientras llenos de angustia le pedimos ayuda, El es el que, llevando nuestra cruz (la Suya está formada por todas nuestras cruces), nos mira y nos pide como a Luisa “¡Ayúdame!”, como cuando ella a los trece años lo vió así por primera vez. 

Y ella escribe (vol. 6°, 2.10.1906): “Habiendo recibido la Comunión, me he sentido afuera de mí misma y veía una persona muy oprimida por varias cruces, y Jesús bendito me ha dicho: “Díle que en el momento en que se siente como herida por persecuciones, por ataques, por sufrimientos, piense que Yo estoy presente y que lo que ella sufre puede servir para aliviar y curar mis llagas; así que sus sufrimientos me servirán para curar una vez mi costado, otra vez mi cabeza y otra vez mis manos y mis pies demasiado doloridos y heridos por las graves ofensas que me hacen las criaturas. Eso es un gran honor que le hago, dándole Yo mismo la medicina para curar mis llagas y a la vez el mérito de la caridad de haberme curado”.

Mientras decía eso, veía a muchas almas del Purgatorio, las cuales, oyendo eso, llenas de asombro han dicho: “¡Que suerte la vuestra, que recibís tantas sublimes enseñanzas, que adquirís el mérito de curar a un Dios, un mérito que supera a todos los demás méritos, y vuestra gloria será distinta de la de los demás, cuanto el cielo es distinto de la tierra! ¡Oh, si hubieramos recibido nosotros tales enseñanzas, que nuestros sufrimientos podían servir para curar a un Dios, cuánta riqueza de méritos habríamos obtenido, que ahora no tenemos!”

Por tanto, nuestros sufrimientos no son tan sólo medicina, purificación y liberación para nosotros, sino posibilidad de dar alivio y consuelo a Jesús. Cuántas veces la Stma. Virgen ha pedido ayuda para sostener el brazo de su Hijo, el brazo de la Justicia, que se ha hecho muy pesado. Si no hay quien se lo sostenga todavía, caerá con un tremendo castigo y para tantos será la condenación eterna. Eso es, nada menos, lo que está en juego: la salvación o la condenación eterna, y sólo así tiene sentido la Redención y nuestro sufrir, porque todos estamos profundamente conectados, como vasos comunicantes. Es una cuestión de equilibrio entre la Misericordia y la Justicia.

Cristo en mí y yo en El

“¡Hágase la Luz!”, ante todo en nosotros. Y el Señor nos dice: «Todavía por poco tiempo la luz está con vosotros. Caminad mientras tenéis la luz, para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina en tinieblas no sabe adonde va. Mientras tenéis la luz creed en la Luz, para ser hijos de la Luz» (Jn 12,35-36).

Y démos gracias al Señor, que nos concede todavía tener estos encuentros para compartir su Luz y su Amor, para conocer mejor el don supremo de su Voluntad Divina como vida Suya y nuestra.

Por eso creo que el Señor nos diga y me diga a mí, sacerdote: “Déja que los muertos entierren a sus muertos; ¡tú véte y anuncia el Reino de Dios!” (Lc 9,60). Las noticias sistemáticamente deformadas, la confusión, los miedos que en este tiempo de la historia dominan todo el mundo, no nos deben dominar, porque son incompatibles con la verdadera Fe cristiana, la cual se apoya en el conocimiento del Evangelio, de la Palabra de Dios como nos la enseña la Iglesia y en su auténtico Magisterio. Nuestra unión con Cristo no sólo es conocimiento, sino Vida.

La vida cristiana empieza con “Cristo en mí” y culmina con “yo en Cristo”. 

Que nuestra vida esté escondida en El para vivir con El su Vida: esa es nuestra meta. Se trata de un proceso. Todos nosotros empezamos la vida cristiana con la Gracia que nos da el Bautismo, es decir, Jesús en nuestro corazón, pero debemos concluirla con “nosotros en su Corazón, nosotros en Cristo”.

“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los cielos, en Cristo. En El nos ha elegido antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados ante El, predestinandonos en la caridad a ser sus hijos adoptivos por obra de Jesucristo, conforme al beneplácito de su Voluntad” (Ef 1,3-6). Todo y todos estamos en su Voluntad, en cuanto criaturas. Pero ahora que empezamos a saberlo, el Señor nos llama a que vivamos en Ella, es decir, a que hagamos nuestra su Vida, a que la vivamos con El, porque una cosa es ser y otra es vivir.

¿Pero qué significa “ser en Cristo”? Significa entrar en su historia, en su victoria, en sus conquistas. Como un líquido se adapta a las dimensiones y a la forma del recipiente que lo contiene, así para nosotros significa adaptarnos a los gustos de Jesús, a sus pensamientos, a sus maneras, como El se adapta a nosotros. Hacer nuestra su vida interior, su dolor, su amor, su relación de intimidad filial con el Padre. Que Jesús pueda decirnos lo que dijo al Padre: “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío, y Yo soy glorificado en Tí” (cfr Jn 17,10).

En su Vida ha escrito nuestra verdadera vida, como tenía que ser. La potencia del Espíritu Santo nos une a Cristo, a su Obra, y hace vivo en mí lo que Jesús ha hecho por mí. El Espíritu Santo lo realiza. San Pablo dice una cosa importantísima:  “Quien se une al Señor se hace un solo espíritu con El (…) ¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en vosotros y que habéis recibido de Dios? Así que no os pertenecéis, porque habéis sido comprados a caro precio. Glorificad por tanto a Dios en vuestro cuerpo” (1ª Cor 6,17-19).

“Templo del Espíritu Santo”. Nuestro cuerpo es templo, ha de ser “morada santísima de Dios”, como un velo que lo cubre, como un Sagrario viviente, como una Hostia consagrada por su Voluntad. Ha de ser para Cristo  como “una humanidad añadida, en la que El pueda renovar su Misterio” (dice Santa Isabel    de la Trinidad). Y por esa obra divina del Espíritu Santo en nosotros, Jesús quiere estar realmente vivo y presente.

Jesús ha dicho: “Yo pediré al Padre y El os dará otro Consolador para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la Verdad que el mundo no puede recibir, porque no lo ve y no lo conoce. Vosotros lo conoceis, porque El vive con vosotros y estará en vosotros” (Jn 14,16-17). ¡Eso es maravilloso! “Cuando venga el Espíritu Santo conoceréis que Yo soy en el Padre y vosotros en Mí (Jn 14,20). No sólo es unión, sino unidad. Esa es la finalidad de Dios, su sueño de amor, su Reino: Yo en vosotros y vosotros en Mí. Cuando el Espíritu Santo obra en nosotros, se realiza. Por tanto nuestra mente, nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestro espíritu llegan a ser la morada de Dios, por obra de su Espíritu. Cada célula le pertenece, cada respiro, cada latido, cada instante. La obra del Espíritu Santo consiste en consagrarnos, transformarnos, realizar en nosotros una especie de transustanciación. El prodigio de la Eucaristía es el modelo, el signo y el medio de lo que desea hacer de nosotros, y eso es su verdadero Reino.

Nosotros totalmente suyos. Y viceversa, El totalmente nuestro: “Nos ha dado los bienes grandísimos y preciosos que había prometido, para que seamos por medio de ellos partícipes de la Naturaleza divina” (2a Pedro, 1,4). “Yo soy la Vid y vosotros los sarmientos” (Jn 15). Es una unión vital que no depende de nosotros establecerla, ya es una realidad divina: no depende de nosotros ser sarmientos, podemos sólo impedirlo, separarnos de la Vid.

Y el Señor le dice a su “pequeña Hija”:

“Hija mía, cuando en el alma no hay nada que sea extraño para Mí o que no Me pertenezca, no puede haber separación entre el alma y Yo, más aún, te digo que si no hay ningún pensamiento, afecto, deseo, latido, que no sea mío, Yo tengo al alma conmigo en el Cielo, o bien permanezco con ella en la tierra. Sólo eso puede separarme del alma: si hay cosas que para Mí sean extrañas. Pero si no ves eso en ti, ¿por qué temes que Yo pueda separarme de ti?” (Vol. 11°, 02-06-1912).

Sin los sarmientos la Vid se queda sola. Para hacerse ver, para hacerse escuchar, Jesús nos necesita. Para llegar a los demás, para producir fruto, Jesús nos necesita. Es una unión, mejor aún, ¡una unidad! “Porque vosotros habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col. 3,3). Esta es la esencia del pacto. Es la increíble unión que el Señor quiere hacer con nosotros, más aún, la unidad. Nuestra vida en El. Como el Padre, mirando al Hijo, su Imagen, nos ha visto a cada uno de nosotros, así ahora, mirandonos a nosotros desea poder ver a su Divino Hijo. Todo lo que se ve entonces es Cristo. Resulta un solo cuerpo, no dos cuerpos. La matemática del nuevo Pacto es esta: ya no 1+1=2, sino 1+1=1. Uno más uno igual a Uno, no a dos.

Se nos repite que la vida cristiana consiste en “permanecer en El”. En efecto, en su primera carta San Juan ha escrito: “El que dice que permanece en El, se debe comportar como El se ha comportado” (1a Jn 2,6). Tiene que ver con la unidad, con el Uno más uno igual a Uno: “Ya no soy yo el que vive, sino es Cristo el que vive en mí. La vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me ha amado y ha dado la vida por mí” (Gál 2,20).

Y el Señor explica qué cosa es “fundirse” en El, y le dice a Luisa Piccarreta:

“Hija mía, piérdete en Mí. Pierde tu oración en la mía, de modo que la tuya y la mía sean una sola oración y no se sepa cual sea la tuya y cual la mía. Tus penas, tus obras, tu querer, tu amor, pierdelo enteramente en mis penas, en mis obras, etcétera, de modo que se mezclen las unas con las otras y formen una sola cosa, tanto que tú puedas decir: «lo que es de Jesús es mío», y Yo diga: «lo que es tuyo es mío».

Supón un vaso de agua, que la derramas en un recipiente de agua grande: ¿sabrías tú distinguir después el agua del vaso de la del recipiente? Desde luego que no. Por eso, con ganancia tuya grandísima y con sumo contento mío, repíteme a menudo en lo que haces: «Jesús, lo derramo en Tí, para poder hacer, no mi voluntad, sino la Tuya», y Yo enseguida derramaré mi obrar en tí” (Vol. 12°, 31-01-1918).

Esa es la unidad de la que hablaba San Pablo. Se trata de unidad, que es la unión de dos voluntades en un único querer, el Suyo: Tú en mí, yo en Tí, “lo que quieres Tú lo quiero yo; si Tú no lo quieres, tampoco yo”. San Pablo dice: “Hijos míos, que yo de nuevo doy a luz con dolor, hasta que Cristo esté formado en vosotros (Gál 4,19).

Por tanto, cuando Jesús ocupa sólo una pequeña parte de nosotros, de nuestras cosas o de nuestro tiempo, lo demás sigue siendo nuestro, pero cuando El forma en nosotros su vida, como un niño se forma en el seno de su madre, así Cristo se forma en nosotros hasta su plenitud, y entonces sucede que sus ojos son nuestros ojos, su boca es nuestra boca, sus manos nuestras manos, su Corazón nuestro Corazón… Como dice el Siervo de Dios Mons. Luis María Martínez (que fue Arzobispo primado de México): “Algunos me dirán que no soy manso y humilde   de corazón como Tú; ese es mi corazón viejo, ¿pero qué tal el nuevo?” 

Perdemos así realmente nuestra vida (ante todo la perdemos de vista) y en su lugar se realiza la Vida de Jesús, y entonces El se hace el Protagonista de mi vida: si respiro, si amo, si sufro, si camino, es Jesús el que respira, el que ama, el que sufre, el que camina y, como dice a la Beata Conchita Cabrera, “el que te toca, toca al Verbo”. Así El quiere estar realmente presente, oculto en nosotros y nosotros ocultos en El. Como le dice a Luisa:

“Hija mía, para que el alma pueda olvidarse de sí misma, debería hacer de forma que todo lo que hace y que le es necesario, lo haga como si Yo quisiera hacerlo en ella. Si reza, debería decir: «Jesús quiere rezar y yo rezo con El». Si debe trabajar: «es Jesús que quiere trabajar», «es Jesús que quiere caminar», «es Jesús que quiere comer, que quiere dormir, que quiere levantarse, que quiere divertirse», y así todo lo demás de la vida, excepto los errores. Sólo cosí el alma puede olvidarse de sí misma, porque no sólo lo hará todo porque lo quiero Yo, sino que, porque lo quiero hacer Yo, Me necesita” (Vol. 11°, 14-08-1912).

En conclusión: para el Amor del Señor no es suficiente que digamos como San Pablo “Ya no soy yo el que vive, sino Cristo es quien vive en mí, El es el Protagonista de mi vida”; El desea que podamos decir también: “Ya no vive Jesús solo, sino que me llama a que viva con El y en El su Vida”.

Señor, te doy por tanto mi mísera voluntad humana, para dejarle el puesto a la Tuya Divina, que tanto deseas que reine en mi ser y en mi vida, para que seamos felices juntos, para vivir momento por momento Tú mi vida y yo tu Vida: ¡Tú en mí y yo en Ti!